jueves, 9 de junio de 2011

Paciente impaciente

Todo comenzó el mismo momento en que pedí la cita. Creo que los dentistas estudian una asignatura en la universidad donde los enseñan a nunca cumplir con la hora. Debe ser parte del Juramento Hipocrático: “Me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad. Ah, pero que hagan la cola, que yo llego más tarde...” Así que la secretaria del doctor me dijo muy amablemente, “El martes por la tarde”, y al preguntarle a qué hora, me soltó, “Es por orden de llegada”. Desde ese momento supe que el martes por la tarde no haría nada más.

El día llegó, y a las dos de la tarde en punto estaba yo en el consultorio porque, según la secretaria, abrían a esa hora. Para mi sorpresa, ya había cinco pacientes esperando. Nunca en mi vida he llegado de primero. Creo que cuando le venden un consultorio a un doctor, viene con un par de pacientes incluidos. Debe de ser una oferta: “Si compra su consultorio hoy, ¡le regalamos tres pacientes!”
Me identifiqué ante la secretaria, que verificó mis datos y me señaló hacia la sala de espera. Intuí que me podía sentar. Aquellas sillas estaban hechas, como todas las sillas de consultorios médicos, según la normativa vigente, de tal forma que en cualquier posición uno se sienta incómodo, y puestas una muy cerca de la otra, de manera que yo y mi vecino nos molestemos mutuamente. Escogí un sitio libre, que por suerte estaba pegado a la pared, donde tendría el privilegio de ser molestado solo por un vecino, y me senté, con la ilusa esperanza de ser atendido pronto.
En lo alto de una esquina de aquella sala de espera colgaba un armatoste metálico que sostenía un pequeño televisor, enjaulado como un animal peligroso, y que fue la fuente de mi tortura por la siguiente media hora. Sin nada más que hacer, y al parecer, sin poder evitarlo, me quedé viendo la telenovela que estaban pasando. Después de ver cómo la protagonista estaba en la cárcel, porque su hermana malvada –que estaba enamorada del mismo hombre que ella–, la había acusado de asesinar a su padre –quien no era su verdadero padre, ni estaba realmente muerto, pero ella no lo sabía–, y luego de cabecear un rato, me dí cuenta de que el doctor entraba por la puerta del consultorio. ¡Acababa de llegar!
El tipo entró, y quince minutos después fue que llamaron al primer paciente. Al ver el tiempo que tardaba en salir, perdí la poca esperanza que me quedaba de salir temprano de ahí. Así pasaron otros tres pacientes, hasta que entró el que venía antes de mi. Me emocioné, por fin llegaba mi turno. Pero de pronto, de la nada, entró un hombre al consultorio, se dirigió a la secretaria, le dijo algo, y pasó a ser atendido. Al principio no entendí lo que pasaba. Me quedé observando la escena como si fuera parte de la telenovela que seguía encerrada en aquella jaula. Entonces un sentimiento de rabia comenzó a recorrerme el cuerpo mientras me levantaba y caminaba hacia la secretaria, para reclamarle que yo era el próximo, punto que ella rebatió –con su ya mencionada amabilidad–, diciendo que este señor había llegado antes y había reservado su turno. “¡¿Y por qué a mi nadie me dijo que eso se podía hacer?!”
Impotente, decidí que mi única opción era volver a mi sitio y seguir esperando, pero al darme la vuelta me dí cuenta de que mi antiguo sitio ya estaba ocupado. Las pocas ventajas que tenía, se reducían. Ahora mis opciones eran sentarme entre un gordo y una vieja con un perrito –¿quién demonios lleva un perro al dentista?–, o en medio de dos viejas que no paraban de parlotear. Decidí sentarme entre las viejas, más que nada porque el gordo ocupaba silla y media. Pero antes de llegar a mi nuevo asiento, pasé por una mesa con revistas, ya que no me apetecía ver un minuto más de aquella telenovela, y mucho menos chacharear con las viejas. Escogí una de un montón, que resultó ser tan vieja, que en la portada tenía a un Michael Jackson negro. Revisé las demás, pero esta era la más nueva. Revolví otro montón, en el que todas eran revistas de gente con la boca abierta –una de las peores poses que existe para tomarse una foto–, así que me quedé con la de Michael y volví a sentarme.
Al cabo de unos minutos, mientras estaba inmerso en la lectura de mi revista, escuché mi nombre. Al principio era como un eco lejano que sonaba en el fondo de mi cabeza. Miré a mi alrededor intentando encontrar una explicación, y finalmente mi mirada se cruzó con la de la secretaria. Vi como su boca se movía en cámara lenta, pronunciando mi nombre como si fuese un viejo disco a baja velocidad. Sí, era mi turno por fin. Solté la revista y me puse de pie triunfante. Pero justo entonces me di cuenta de que lo que me iba a pasar dentro del consultorio me iba a doler. Avancé lentamente viendo las caras de los demás pacientes, buscando comprensión y aliento, pero ellos me veían con cara de envidia. Ellos todavía estaban en la etapa de la que yo acababa de salir.
Entré, la secretaria me ordenó que me recostara –¿ya mencioné lo amable que era?–, me colgó un babero del cuello, y se fue. Me quedé solo por unos minutos, viendo la variedad de filosos utensilios que estaban sobre la mesita junto a mi, preguntándome para qué servían y cual de ellos metería el doctor en mi boca. Finalmente entró el doctor, nos saludamos brevemente y me quejé de que el empaste que me había puesto la última vez se me había caído. Con un “vamos a ver” eludió mi comentario y comenzó con su trabajo, metiendo en mi boca todo lo que encontraba: taladros, espejitos, mangueras, cepillos, creo que hasta un bolígrafo se le cayó ahí. A los pocos segundos yo estaba tieso como un trozo de madera, y me había deslizado medio metro hacia abajo en la silla. El doctor siempre me pedía que me sentara bien y que me relajara, pero era inevitable que a los pocos segundos me encontrara de nuevo en mi posición favorita: tronco deslizado.
Cuando mi boca estaba ocupada por un par de tubitos de algodón, una manguera que me succionaba las amígdalas, un taladro que emitía un olor a quemado, y un chorro de agua que no estoy seguro de donde provenía, todo enmarcado por unas agarraderas afincadas en la comisura de mis labios, para evitar que yo me tragara todo aquello, fue el momento que el doctor consideró idóneo para retomar la conversación sobre mi queja inicial.
–Me parece que el problema fue que no hiciste lo que te dije–, dijo.
–Uh-um–, contesté yo muy elocuentemente.
–Seguro que masticaste algo muy duro ese día.
–¡Uh-um!–, tenía tantas cosas que decirle, pero me decanté por esta simple respuesta para hacerme entender.
–¿Qué comiste esa noche al salir de aquí?
–Ajajá...
–¿Ves?, te dije que no masticaras cosas tan duras–, sentenció.
–¡Jo, jejo jo... Ajajá...!–, más claro no podía ser.
–Bueno, ten más cuidado la próxima vez.

Para cuando el doctor había terminado, yo ya no tenía energías –ni sensibilidad en mi labio inferior– suficientes como para discutir, por lo que daba por bueno que finalmente el trauma hubiese terminado y solo podía pensar en que por fin podía seguir adelante con mi vida, y en lo feliz que sería fuera de aquel consultorio. Hasta el momento en que la secretaría me dijo: “Tiene cita para la semana que viene”.

Manuel Menéndez Román

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