martes, 20 de diciembre de 2011


Sala de espera
Nada más inspirador que una visita al médico. 
Cuando por fin conseguí  sacarle tiempo al malestar y a encontrar un hueco en la agenda de la doctora, me armé de valor para salir de casa, con paso decidido y animándome con el sol maravilloso que hacía esa mañana. Esta vez tuve la suerte que la médica me viera con sólo una hora de retraso. Cada vez superaba más sus tiempos.
Vi como todos los cinco abuelos que estaban en frente mío se dormían por turnos. Algunos gesticulaban, estirando los labios, como simulando que mordían algo. También arqueaban las cejas y las pestañas, y como padeciendo un tick nervioso titilaban como una bombilla que va a fundirse. En mi cabeza yo imaginaba lo que estaban soñando. El único que consiguió una imagen mas digna, miraba fijamente el infinito, como si se hubiera quedado congelado y parecía que fuera hecho de piedra. A lo mejor nos engañó  a todos y ha llegado a tal nivel que dormía con los ojos abiertos.
Por momentos se deslizaban por turnos lateralmente sobre el espaldar de la banca de madera que hace forma de ese. Uno se chocó con el de al lado sin inmutarse y el que se encontraba más lejos, hizo un rápido solo de equilibrio levantando un poco los brazos. Como cuando los niños están aprendiendo a caminar, pero sentados. Yo de frente me distraje mirándolos e imaginé como sería mi vejez. En el fondo, como un eco seco, escuché la voz ronca de la médica llamando mi nombre.

El párrafo.

Hoy me sucedió. Dentro de este gran croquis de rostros, reconocí uno. Había olvidado lo que se siente al ver una cara conocida.
Primero ha salido la mueca de sorpresa, los ojos como platos y luego la sonrisa acompañando el gusto del abrazo. Un re-encuentro, un decir hola, la piel que se toca, los ojos que recorren ese marco que encierra a otro ser y decir qué bien que te conozco. En estas latitudes que nos hacen sentir invisibles mantengo un constante monólogo mental y durante mucho tiempo la ciudad se ha convertido en un estado de ánimo soleadamente gris.
Me hablo a mí misma y me conservo en este núcleo aislado que soy ajeno al mundo externo. Hoy por fin le salí adelante al encierro que me bloquea y mis manos hunden las teclas del teclado rápidamente sin pensar tanto y rediseñar, o palabrear. En este párrafo solo pude describir  encontrar un ser vivo…encontrar el muerto o describirlo queda para otro día.

Villancicos.

Tutaina, tuturumá, tutaina, tuturumaina! Los pastores de Belén…oe, oe, oe! Como en el mundial de fútbol. Y ese tipo del bus, parecía brasileño el tío. Será un coñazo como cada año, a ver si no me paso comiendo tanto que ésta doble barriga me tiene harta! Y los buñuelos y las rosquillas de la abuela Susana, qué tiempos, qué delicia, cero preocupaciones. Infancia divino tesoro. Del pasillo a la puerta había cuatro pasos. Con mi hermano haciendo maldades y enloqueciendo a la familia. Vaya par de insoportables. Pobre María, como la jodíamos tirándole pepas de guama cuando se bañaba, en la mesa de la plancha, los dos haciendo equilibrio para subir y tenga. Par de guamazos bien dados y en las tetas. No lo perdonaban todo porque era navidad. Y nosotros unos malpariditos malitos. Bueno, navidad y no navidad jodíamos igual. Lucas le miraba las tetas redondas y regordetas a María y se hacía el dormido cuando veíamos la tele para meterle las manos. Vaya melones que tenía, como se le salían por la blusa, de no haber sido por el delantal se le habrían salido y las habría recostado en la bandeja que nos servía. ¡Vea niña tápese! Qué penita. ¿Dónde andará ahora la dulce María? Al final se voló con el vigilante de la esquina la pobre. Todo porque le regaló una radio.  Te doy una radio y tú me lo das, ¡ya ves, por una radio! Seguro que la llenó de hijos. Más desgraciados al mundo. Paso de esta mierda, qué mierda la navidad. ¿Qué mira la tía ésta desocupada? ¿Quién habrá inventado los vecinos? Y ahora el tonteo de—Buenos días, qué día más soleado, da gusto. Venga, que vaya bien! Me meteré unos buenos relajantes musculares y a dormir hasta que se acabe el circo de los buenos deseos. Niñito de los cojones que se te parta tu patinete de mierda.  ¡A mí no me sonrías cara de culo! Vete donde tu mamita. Consumo, con sumo, con su mo. ¡Amigo cuánto tienes cuánto vales, principio de la actual filosofía! Y me la enseñaron en primaria. Prepárate para el mundo. A ver si pasan rápido los días y entramos de una vez en el puto 2012 y se acaba el mundo. Vaya, vaya con los Mayas. ¡Qué se va a acabar! Y si se acaba, ay no, que miedo. Que se acabe esta mierda rápido. Acabarse lo dudo pero vamos a sufrir de lo lindo. Y tú, venga, a chuparla, ahora de rodillas, zas! Como Maradona, que la chupen. Menuda mierda de mundo el que nos toca. Y mi casa. La casa con la mesa de doce puestos. Mi madre, ves a misa, reza, Dios te protege, te arrepentirás. ¿Irá Merceditas este año?, ¿Dónde coño dejé las medias?, ¿Habrán puesto las casitas del pesebre? ¡Qué rica la nochebuena, qué delicia, ahí a comer, a comer y a beber! ¿Quién va a comprar los desamargados? Y una mierda que le mando regalo al sobrino de la vecina. La imbécil esa falsa, que le den por culo. Si no mando el paquete hoy no va a llegar. ¿Y si se lo roban? Con lo fácil que está todo. Se quemaron las verduras, vida perra joder, vaya mierda la cocina ¿Cuándo vendrás por mí? ”No change, no change, I can change, I can change, I can change, but I´m here in my mold”. ¡No, No, No, No, No! ¿Qué la cabeza no me da o qué? Terminaré comiendo hasta de lo que no hay, jamón, gambitas como las preparo yo nadie las sabe hacer, nadie, venga come, y tu falda, que guapa, qué cosa más rara, había visto otra pero como manchada. ¿Y si me largo? Con un par. Ja, ¿Cómo sería andar con huevos? Qué incomodidad, al final terminaría adaptándome!  Uy no, que asco ser hombre, no asco, pero que horror, aunque me quedaría sin regla y sin dolores, y sin parir; vamos que como que en la próxima vida me pido ser un man. Y a ver si los tienes, y te compras un billete y a tomar por culo la navidad, los suegros y el pavo de los cojones, con los ojos desbordados por que se huele que lo van a matar. Y las cuatro mil calorías de la noche. Pero si no tienen la culpa, eso pasa por haber dejado del nido. Y si me hubiera quedado, y si, y si, y si, y si, arggh!. Eso por querer devorarse el mundo y al final no tengo vestido para esa noche. Y si me pongo lo del año pasado. Ojalá vengan los músicos.  Los pastores de Belén, oe, oe, oe, como en el mundial pero sola. Vaya tela. ¡Vaya mierda de navidad!

lunes, 19 de diciembre de 2011

Un cuento navideño

Aquí dentro sólo hay oscuridad. Estoy muerta de frío para siempre porque el frío ha calado incluso en mis huesos incinerados. No logro vislumbrar nada del exterior, pero más allá de esta fina capa de cerámica habitan personas vivas. Personas que se hablan entre sí. Oigo a dos.
Una de ellas suelta una carcajada. Dice: «jou, jou, jou».
–Pero, ¿hacía falta que usted, señor Papá Noel, echara la puerta de mi casa abajo? –Pregunta la otra en tono grave–. ¿Por qué tiene la cara llena de hollín si se dedica a reventar puertas en vez de a colarse por las chimeneas? –Dice haciendo algún que otro gallo.
Su voz me suena. Es la de un niño al que una vez conocí. De aquello hace una eternidad, cuando mi cuerpo todavía estaba entero y lleno de vida. Y, por supuesto, mucho antes de que emprendiera este viaje, plagado de violentos traqueteos y misteriosas vibraciones, provocadas por esta cosa que hace «brrrrrrrrrr». Aquel niño se ha hecho mayor. El timbre varonil de sus cuerdas vocales lo revela.
–¡Jou, jou, jou! Son detalles sin importancia –responde el presunto Papá Noel con aire despreocupado–: no me los tengas en cuenta, Jonathan.
¿He oído Jonathan?
¡Pues claro que conozco a ese niño! Jonathan, hijo mío, ven a mis brazos. Están mezclados con los dedos de los pies, el abdomen, las costillas y las orejas. Si los encuentras, húndete en ellos. Qué alegría escucharte de nuevo. Abrázame con todas tus fuerzas.
Pero antes sácame de este sitio tan oscuro. Sácame antes de que esta cosa que vibra y hace «brrrrrrrrrr» me mate a cosquillas.
–Mire, señor Papá Noel –dice Jonathan–: váyase por donde ha venido. Ya tengo suficientes problemas como para atenderle. –Hace una pausa y dice–: Si se marcha ahora mismo, obviaré lo que le ha hecho a mi puerta.
Por favor, Jonathan: dame un achuchón y seré la ex persona más feliz del mundo.
–¿Te refieres a tus problemas sexuales con Marta? –Pregunta el supuesto Papá Noel–. Sí, ya veo que vas a solucionarlos esta noche con una cena para dos –observa en tono burlesco–. Si quieres que me vaya, hazme un favor: lee esta carta en voz alta.
Se hace el silencio durante unos segundos.
–Querido Papá Noel –dice Jonathan–, papá me ha dicho que mamá se ha ido de vacaciones a Siberia y que no va a volver jamás. Pero yo quiero verla otra vez –a Jonathan se le entrecorta la respiración–. Te lo suplico, tráemela de vuelta y te juro que nunca más le prenderé fuego al gato.
Desde aquí dentro puedo oír cómo las lágrimas de Jonathan resbalan por sus mejillas, cómo se sorbe la nariz y cómo deja caer la carta al suelo.
El idiota de tu padre se inventaba unas mentiras patéticas. Si tuviese las glándulas lacrimales a pleno funcionamiento, yo también lloraría. Al menos podría haber dicho que me había ido a Copacabana. Qué pena de hombre, por Dios.
–Pero tú seguiste quemando al gato –vocea el presunto Papá Noel–, por eso no te la he traído de vuelta en estos últimos veinte años.
–¿Ha venido mi madre? –Pregunta Jonathan entre sollozos.
            –La mala noticia es que está muerta –dice el hipotético Papá Noel mientras coge la urna en la que están depositadas mis cenizas–. La buena noticia es que sí, está aquí.
Una vez fuera de la oscuridad, compruebo que, definitivamente, se trata de Papá Noel. Su barba, blanca y espesa, le llega hasta la barriga, tan abultada como si estuviese a punto de parir un ser vivo. Sostiene una pipa de brezo con la boca, y masculla alegremente canciones navideñas mientras le da caladas a alguna clase de tabaco aromatizado danés. Todo su atuendo es rojo y blanco y está impregnado de hollín.
Papá Noel me coloca con suavidad sobre la mesa del salón, al lado de un par de platos soperos, una botella de vino y varios cubiertos de plata.
            Hola, Jonathan. Soy yo, tu madre. ¿Te acuerdas de mí?
            “Margarita Fernández Aguilar”, pone en mi urna.
            Jonathan me mira con los ojos rebosantes de lágrimas. Su semblante es idéntico al de la última vez que lo vi. Entonces tenía nueve años. Lo único que le ha crecido es el vello facial y la nariz, y sigue peinándose con la raya en la derecha.
            –¡Feliz Navidad, Jonathan! –Exclama Papá Noel–: ¡Alegra esa cara, jou, jou, jou!
            Soy yo, la misma que dormía contigo cada noche porque el rugido del motor del camión de la basura te hacía temblar de miedo. Soy la misma que te cortaba el bistec a tiras con las tijeras para que no te atragantases con algún nervio. ¿Lo recuerdas?
            –Creí que se había ido a Siberia de verdad –gime Jonathan.
            –No –le replica Papá Noel–. En realidad, murió por ti. –Se toma un pequeño respiro y sentencia–: Tuvo un accidente de tráfico mientras iba a buscarte al colegio.
            Perdóname, cielo. Es que llegaba tarde, y jamás soporté verte solo, triste y decepcionado conmigo en la puerta del colegio. Cada vez que me retrasaba, llorabas temiendo que te hubiese abandonado. Llorabas tanto como estás llorando ahora. Por eso aceleré demasiado en una curva y colisioné contra un tráiler que transportaba productos congelados. A partir de ahí, se hizo el frío. Para siempre.
            –¿Y por qué papá me ha mentido todos estos años? –pregunta Jonathan mientras se seca las lágrimas con las manos.
            Siento mucho haberme muerto, más que nada porque ese día no pude recogerte a tiempo.
            –Piensa un poco –responde Papá Noel con una sonrisa de oreja a oreja–: así se aseguraba de que no reclamases tu parte de la herencia cuando cumplieses los dieciocho.
            Tu padre y sus cuentos chinos. Déjalo estar, ya se morirá algún día y sabrá lo que es bueno.
            Una canción de los Pet Shop Boys interrumpe la conversación. Jonathan se lleva la mano derecha al bolsillo y se saca una especie de teléfono inalámbrico, pero más pequeño. Se lo queda mirando un segundo que se hace eterno y luego alza la vista hasta encontrar los ojos de Papá Noel. Los Pet Shop Boys salen de ahí, del teléfono.
            –Es Marta, ¿no? –le pregunta Papá Noel mientras le arrebata el teléfono.
            –¡No, espera! –grita Jonathan mientras trata de evitarlo inútilmente.
            Papá Noel pulsa un botón del teléfono y los Pet Shop Boys dejan de sonar. Con la mano derecha lo sostiene a la altura del oído. Mientras tanto, su brazo izquierdo se ocupa de mantener a Jonathan a raya.
–¡Hola, Marta! –Exclama Papá Noel–: ¡Jou, jou, jou!
¿Hola? ¿Perdone? –Pregunta Marta, cuya voz telefónica suena lejana y algo difusa para mí.
–Perdonada estás, querida –afirma Papá Noel, vigoroso.
¿No es este el número de Jonathan? ¿Usted quién es?
–Sí, es el número de Jonathan –responde Papá Noel–: lo que pasa es que Jonathan está indispuesto, y he tenido que contestar yo a tu llamada. –Le da una calada a la pipa y se presenta–: Soy Papá Noel, aunque también me puedes llamar Santa Claus y San Nicolás. –Se queda en silencio un segundo y concluye su presentación–: Tengo muchas identidades porque me han puesto en orden de búsqueda y captura en varios países por allanamiento de morada. 
            –¡No le hagas caso, Marta! –Grita Jonathan a pleno pulmón mientras trata de alcanzar el teléfono–. ¡Este hombre está loco!
            –¿Qué?
            –Dice que está emocionadísimo porque su madre ha venido a verle –dice Papá Noel.
            –¿Ha venido desde Siberia? ¿Qué tal se encuentra?
            –Está un poco hecha polvo, pero lo lleva bien –responde Papá Noel mirándome de reojo–. ¡Ven ya mismo a casa de Jonathan a conocerla!
            ¡Sí, que venga ya mismo! Qué ilusión, voy a conocer a mi nuera. Cielo, este sería el día más maravilloso de mi vida si no estuviese muerta.
            –Ahora voy.
                Abatido, Jonathan deja de dar aspavientos y le extiende el brazo a Papá Noel. Este le responde devolviéndole el teléfono. Por un momento, todo se tranquiliza. Jonathan se mete la mano en el bolsillo de los pantalones y se saca un paquete de cigarrillos. A continuación, se lleva uno a la boca y lo enciende.
            No fumes delante de las cenizas de tu madre, niño.
Todo se mantiene en calma unos minutos hasta que, desde donde antes estaba la puerta, se oye una voz femenina que dice:
            –¿Jonathan?
            –¡Marta! –Exclama Jonathan–. Ven aquí, Marta.
            Marta corre por el salón tan rápido como sus piernas se lo permiten, esquivando muebles y sillas, hasta fundirse en los brazos de Jonathan, que sostiene el cigarrillo con la mano.
            Hijo mío, te doy la enhorabuena: es más guapa de lo que imaginé, incluso. Y parece limpia.
            –He visto la puerta en el suelo y he creído que te había ocurrido algo terrible –le susurra aliviada al oído–. Jonathan –dice–: ¿y tu madre?
            –No pasa nada, cariño –le dice Jonathan en voz baja y acariciándole suavemente la cara.
            –Marta –interrumpe Papá Noel–, tengo un regalo para ti. –Mete un brazo en la bolsa y dice–: Los problemas sexuales de Jonathan no tienen solución, pero los tuyos sí. –Extrae de la bolsa un aparato violeta de forma fálica y exclama–: ¡Feliz Navidad, Marta!
            Y se ríe a carcajadas:
            –¡Jou, jou, jou!
            Ante la mirada atónita de Marta y Jonathan, Papá Noel coloca el aparato de forma fálica al lado de mi urna. Esa cosa es tan grande como un antebrazo, y no para de vibrar y de hacer «brrrrrrrrrr». El traqueteo de la mesa es insoportable.
            Jonathan, quita esto de aquí, que me está haciendo la vida imposible.
            –Y mirad –dice Papá Noel mientras toca la base del artilugio–: si pulsáis este botón, suena un villancico en inglés.
            Silent Night, Holy night
            –¿A que es una preciosidad? –Pregunta Papá Noel, dándole una calada a la pipa.
            All is calm, all is bright
            Con tanto zarandeo, el aparato de forma fálica pierde el equilibrio y choca contra la urna.
            Round yon Virgin Mother and Child
            Mi cabeza, mis piernas, mis brazos y mi espalda pulverizados empiezan a arremolinarse dentro de la urna. Jonathan, quítame esto de encima, que me ha hecho cosquillas durante todo el viaje.
            Holy Infant so tender and mild
            Dame un abrazo a mí también, que tengo frío.
            Sleep in heavenly peace
            Y esto me está matando.
            Sleep in heavenly peace.
            Me está matando de risa.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Volaron MANCUERNAS como CERNÍCALOS

Salgo de la inconsciencia ayudándome de las palmas de las manos para ponerme en pie. El césped está mojado y noto que de mi cara cuelgan restos de hierba húmeda y barro.
El estadio entero corea «Hijo de puta, hijo de puta». Desde el primer anfiteatro hasta el cuarto. Desde el fondo norte hasta el fondo sur. Mujeres, hombres y niños. Peluqueras, panaderos, estudiantes, camareros, jubilados, parados, minusválidos y prostitutas.
Hay una canción de Vainica Doble que se titula “Dos españoles, tres opiniones”. Aquí ocurre lo contrario: ochenta mil españoles, una opinión. Porque aquí todo el mundo parece estar de acuerdo en que hay un hijo de puta sobre el terreno de juego. El fútbol une lo que Dios ha separado.
El balón está en el punto de penalti. Eso explica mi dolor de cabeza. Alguien me la habrá golpeado y por eso el árbitro ha señalado penalti. También explica que el tío de la perilla de los que van de blanco me venga ahora con ese gesto tan italiano, tan de imitar a una alcachofa con las manos, tan de yuxtaponer las yemas de los dedos.
Este tío es un cerdo, siempre entra con los pies a la altura de la cabeza. Sé que lo he visto en otros partidos.
Seguro que ha sido él quien me ha dado con los tacos en la sien dentro del área. Se lo habrá ordenado el entrenador portugués ese.
Paso de escucharle.
Cuando recupere la memoria, ya ajustaremos cuentas.
Me dirijo a la media luna del área para chutar el penalti. Miro al cielo, y luego, de reojo, a la pantalla gigante del estadio. «Minuto 90», pone. «0-0», se lee. Resoplo. Quizás sea la última oportunidad que tenga de decidir un partido. Mi última oportunidad para alcanzar el estatus de crack mundial. De ser una leyenda del fútbol.
Un futbolista de pelo largo y vestido de blaugrana se me acerca para interesarse por mi estado. «Estoy perfectamente», le digo.
Y digo: «Tranquilo, que este penalti lo meto, te lo juro por mis hijos».
El estadio sigue cantando «Hijo de puta, hijo de puta» al unísono. Creo que es a mí. Que la gente le pida explicaciones al chiflado de la perilla que da coces voladoras en vez de cargar contra mi persona. Él es el pendenciero y yo la víctima, fijo. O que le eche la culpa al personaje de jeto simiesco que ahora se me acerca. Al igual que el de la perilla, va de blanco, y está tan enervado que escupe espumarajos por la boca. Yo le digo «Cállate, chimpancé», me llevo el dedo índice a los labios y hago «Shhh». El futbolista con cara de simio se queda de piedra. Mejor. Así ya puedo chutar el penalti.
Así ya puedo tomar carrerilla y abalanzarme sobre el balón.
Así ya puedo golpearlo con el empeine de mi diestra. Con lo que los argentinos llaman «Los tres dedos». Eso es lo que hago, sí.
Al dispararlo, el balón sale despedido a una potencia descomunal y limpia las telarañas de la escuadra. Ha sido un golazo. El portero no ha podido reaccionar, ha hecho la estatua. Parecía una imagen congelada de sí mismo. Cuando ha visto que el cuero se depositaba en la red, ha mirado al suelo y ha gesticulado un «no» con la cabeza.
Y yo, para celebrar el tanto, corro como nunca antes había corrido hacia el banderín de córner. El griterío del público es ensordecedor. Ahora, el cántico de «Hijo de puta, hijo de puta» me retumba en los oídos. Suena a una potencia devastadora. Definitivamente, es a mí. Empiezo a recordar que me ocurre en todos los campos de fútbol. La multitud siempre se acuerda de mi madre. Qué detalle.
Pero a pesar de sus salmodias, la euforia de haber marcado en el último minuto hace que me desaparezca el dolor de cabeza y que me vea capaz de todo.
Sólo así se entiende que esté desafiando a las masas. Ya en el banderín de córner, le dedico al estadio un corte de mangas. Luego alzo, en un gesto camorrista, mis dos dedos corazones. Y, finalmente, me agarro los testículos con ambas manos y grito: «Chupádmela de canto, desgraciados de mierda». Los cánticos contra mí se intensifican más y más. Desde la grada me lanzan monedas, teléfonos móviles, latas de cerveza y bocadillos. Incluso me percato de que el gentío arroja MANCUERNAS, que me sobrevuelan como CERNÍCALOS acechando la futura carroña. Yo respondo a eso alzando los brazos y apretando los puños bien fuerte, en señal de victoria. El partido es mío. Lo he ganado yo solo, a pesar de la olla a presión en la que se ha convertido el estadio.
Ochenta mil voces contra una. El fútbol une lo que Dios ha separado, pero tanto Dios como el fútbol están de mi parte. Porque soy el más grande.




PÉREZ ITURRALDE LE DA EL TRIUNFO AL BARÇA EN EL CLÁSICO ANOTANDO UN PENALTI QUE ÉL MISMO SEÑALA

Después de marcar el tanto, el colegiado se ha encarado con la afición madridista mediante repetidos cortes de mangas e insultos

Agencia EFE/Madrid 
Pérez Iturralde, el colegiado encargado de arbitrar anoche el Real Madrid-Barça en el Santiago Bernabéu, ha señalado un penalti dudoso en el minuto 88 de la contienda. Tras indicar la pena máxima, un proyectil lanzado desde la grada, presumiblemente un mechero, ha impactado contra la cabeza del árbitro, dejándolo en estado de inconsciencia unos segundos. Al recuperarse del golpe recibido en la sien, Pérez Iturralde se ha dirigido rápidamente al balón, desoyendo las protestas de varios futbolistas merengues. “Las manos fueron involuntarias”, sostiene un defensa del equipo local. El colegiado, que admite haber perdido “la memoria y el juicio” después de la agresión, ha anotado el penalti que él mismo señaló minutos atrás, ante la estupefacción de los futbolistas que había en el terreno de juego. “Me ha jurado por sus hijos que metería ese penalti”, ha afirmado el capitán culé a pie de campo. Acto seguido, Pérez Iturralde ha recorrido la línea de fondo increpando al público y dedicándole varios cortes de mangas. “Nos ha dicho que se la chupemos”, ha asegurado un asistente al estadio. El encuentro ha finalizado con el resultado de 0 a 1 a favor de los azulgranas, gracias al tanto de Pérez Iturralde en el último minuto. Sin embargo, el club merengue piensa “impugnar el partido”, según ha confirmado el presidente blanco en la rueda de prensa extraordinaria que ha ofrecido ante los medios. “Esto es una vergüenza, todo el mundo ha visto lo que ha sucedido”, ha declarado el portero del equipo local en la zona mixta. Por su parte, el técnico madridista ha rehuido de la polémica, aunque ha aludido a un “contubernio entre la UEFA y la RFEF para hundir al Real Madrid”. Pérez Iturralde, en cambio, ha negado la interpretación que ha hecho el entrenador madridista de su arbitraje, y ha prometido, entre risas, que nunca más repetirá “otra actuación así en el Santiago Bernabéu”.






Ivan Piechowski