miércoles, 26 de enero de 2011

La duda razonable

Por Adriana Gamba

Falta apenas una hora para presentarme ante el juez y aún no sé qué voy a decir. Para colmo esta maldita sensación, ese enjambre de pesadillas colapsando mi estómago.
Tengo pánico de examen, como si fuera a rendir todas las materias de la carrera juntas. Miedo de no saber lo suficiente, de no haber captado lo fundamental, y de quedarme fuera de algo a lo que los demás tienen acceso. Como ese sueño recurrente en que llego tarde a un sitio importante, ya no puedo entrar y el afuera se siente mas agobiante que el encierro.
Un miedo que paraliza ante la idea de hacer el movimiento equivocado y romper algo único e irrecuperable.
Ahora dudo de todo lo que ví, sentí, creí, pensé, deduje, concluí, corroboré, acepte o rechacé. Ya no sé qué fue real y cuánto está construido en mi recuerdo por mi forma particular de sesgar los hechos, por la manera impecable en que las justificaciones vienen unas detrás de las otras como soldados fieles que lo dejarán todo por mi en el campo de batalla.
Admiro a esas personas que van livianas por la vida porque les resulta tan fácil decidir que parecería que en realidad nunca deciden.
En cambio yo, estoy a punto de salir de casa y no puedo dejar de repasar y cuestionar cada creencia que ha crecido como musgo en mi cabeza. Esta vez no hay libros ni apuntes, así que mi mente despliega toda su artillería intentando armar una matriz de demasiadas entradas en la que valorar los hechos. Y cuando siento que algo comienza a ordenarse y a tomar forma, para llegar finalmente a una respuesta tranquilizadora, entonces basta el leve impulso de mi respiración para desarmar, lo que ahora entiendo, era pura tontería. Y entonces otra vez a la carga, con un nuevo ejercito lleno de buena intenciones.
Le he dado tantas vueltas al tema para no dejar nada por analizar, para ser ecuánime, que me he perdido en la razón pero por sobre todo me he perdido en mi emoción. Me vacié. No sé que creo, no sé qué siento y ya no confío. Ya no sé.
Sin embargo hay algo que si se, y es que esta vez no quiero llegar con aspecto de trasnochada pre-examen. Quiero verme bien. Quiero que él me vea bien, espléndida por sobre la duda. Sé también que suena frívolo, pero a veces me sostiene y le da ritmo a la escena sentir que hay una cámara siguiendo los pasos de la protagonista. Yo, en este caso.
Es que hoy hay muchas personas pendientes de mi. Se preocupan genuinamente, pero les he pedido que no me llamen, que ya nos veremos. También se han ofrecido a llevarme y les dije que no, que prefiero tomar un taxi en la calle. Ni siquiera lo reservé con anticipación porque hay otra voz en mi cabeza que dice que cuanto mas azar intervenga, mas probabilidades tengo de llegar a la respuesta correcta.
En situaciones como estas intento mirarme desde fuera (cámara 2), no con la mirada fiscal y acusadora de todos los días, si no como si fuera una buena amiga, mas compasiva, que me ayude a desarticular mis divagaciones. He llegado tan lejos esta vez que creo que mi amiga está  apunto de tirarme por la ventana y es muy probable incluso que mi fiscal la perdone. Necesito que esto termine de una buena vez!
Es hora de irme. Dejo que el destino me pase a buscar: estoy quieta en la esquina mirando a los autos venir hasta que un taxista con instinto me pregunte a dónde voy.
- Y, sube o no sube?, me dispara.
Por un momento siento que el taxi no avanza, que son los carteles, los árboles, los edificios y las personas quienes se desplazaban hacia adelante o detrás nuestro. Mis pensamientos van igual, como bandadas de pájaros perdidos saliendo de mi extenuada cabeza a ninguna parte.
Ya se agotó el tiempo y finalmente aquí estoy. Parece como si todos me esperaran a mi, sólo a mi. Pese a las circunstancias debo verme realmente bien, siento que me miran con afecto. Con afecto?!!... Qué locura!
Nadie sale a mi encuentro. Mejor, no resistiría el protocolo.
Dejan que él avance hacia mi. Es muy extraño, hasta parece feliz!. No hay trazas de rencor en su mirada, como si nada de esto hubiera pasado. Siempre admiré en él esa capacidad de sobreponerse a casi todo con una sonrisa y un gesto amable, con una invitación a continuar, deseando y propiciando lo mejor. Eso y mas, lo hacen una persona increíblemente especial. Ahh! sus ojos... su mirada diciendo mi nombre!!
No lo resisto: mi corazón gira como un trompo e impacta contra mis pobres convicciones. Saltan los pedazos, retumban e mi cabeza y siento que me falla el equilibrio. Las imágenes se empujan tan violentamente por salir que duele de verdad y no puedo detenerlas: tantas veces yendo a su encuentro en la calle y él viniendo hacia mi como quien finalmente llega a donde siempre quiso ir y yo llegando a donde quiero llegar; reírnos de las mismas cosas en una película absurda; sacudir y volver a acomodar nuestra idea de la vida juntos; los viajes de días y de minutos; las frustraciones; su inteligencia y la mía, cocinar juntos, las charlas eternas de la sobremesa; aceptarnos, amarnos, amarlo, aceptarlo...
- ¿...aceptas amarlo en la salud y en la enfermedad... en la pobreza y en la riqueza?


Barcelona, Octubre de 2010

martes, 25 de enero de 2011

Hola chicos/as,

Me he dado de alta con mi cuenta de gmail que así tengo todo en el mismo sitio.

A ver si saco un hueco y cuelgo alguna cosilla mía, que últimamente en el trabajo me tienen encadenado y no hay manera de escribir.

Un abrazo!

Nos vemos el jueves (con la cerveza en la mano) :D

jueves, 20 de enero de 2011

La imperfección de la simetría

Por Jordi Barrachina


Al principio sólo daba alas a su obsesión cuando llovía, quizás porque la primera vez fue fruto del aburrimiento propio de un día gris de otoño. Pero pronto aquello se convirtió en una actividad diaria. Y pronto también, se dio cuenta de que aquello no podía considerarse normal, de que esto era una obsesión, algo que se le ha metido en la cabeza y que no se va por más que lo intente. Sabe que se ha convertido en su droga.
Pero hoy llueve y eso la hace sentirse mejor porque no necesita buscarse excusas. Es como más natural. Más sencillo. Como la única alternativa posible a un día de lluvia. Piensa que a lo mejor mañana no llueve y que necesitará una justificación a sus actos. Pero los remordimientos de mañana son eso: remordimientos de mañana. Hoy todavía no importan.

En el fondo no es más que un ritual que se ha repetido invariablemente desde el primer día. Llega a casa y se mira en el primer espejo que encuentra. Es una mirada crítica, indagadora, que busca el culpable del delito. Vendría a ser una mirada que prepara el terreno, como la de un general que observa un mapa del campo de batalla antes de ordenar el ataque. Pero esto dura poco. Sabe que luego va a tener todo el tiempo del mundo para buscar lo que rompe su simetría, lo que genera su imperfección.
Sin prisas, pero con un punto de ansiedad, se prepara para su rito; conecta el mp3 a la cadena de música y selecciona alguna de las carpetas con jazz o blues – hoy toca un poco de BB King - se enciende un Marlboro mentolado, le da una calada y lo apoya en el cenicero para luego ir a buscar dos de las tres cosas que necesita: su espejo cóncavo de 2,5 aumentos y sus pinzas. El tercer elemento lo lleva siempre con ella. Sus cejas.

Planta el espejo en la mesa del comedor y le da otra calada al Marlboro. Mientras expulsa el humo por la boca, va a la caza de su primera víctima. Se acerca al espejo y busca ese pelo de la ceja que rompe la simetría de su cara y que, según ella, la afea irremediablemente. No hay belleza sin perfección ni perfección sin simetría. Sigue sin tener prisa, no quiere equivocarse a la hora de escoger un mártir de su obsesión. Pero siempre hay una primera víctima y a medida que gana experiencia, el espejo tarda menos en mostrarle la elegida, quizás porque cada vez es más hábil en su búsqueda o simplemente porque cada vez hay menos candidatos a ser arrancados de ese par de cejas.
Pero hoy la cosa tarda especialmente poco. Aún no ha acabado su primer cigarrillo y su espejo cóncavo de 2,5 aumentos ya ha señalado al primer culpable de día. Realmente ha sido rápido, extrañamente rápido, pero el culpable es tan obvio que se pregunta cómo no lo vio ayer. Con una práctica propia de un profesional, coge las pinzas y arranca esa nota discordante en su cara. Deja las pinzas al lado del espejo y con la misma mano toma el cigarrillo y le da otra calada. Se mira en el espejo, quiere ver el resultado de su acción. Y lo que ve no le gusta en absoluto. Es como si la simetría, la perfección, la belleza que busca se hubiera alejado en vez de acercarse. Se asusta porque este resultado no es habitual. Pero esta sensación le dura poco. El espejo le devuelve rápidamente una nueva víctima en la otra ceja. Vuelve a coger las pinzas y ataca de nuevo. Sin piedad y sin pensárselo mucho. Apenas siente el tirón en su piel cuando se arranca el pelo, y esta vez siente algo nuevo. Una sensación que no había sentido antes, como de triunfo, como si notara que finalmente ha conseguido su objetivo. Empieza a sonreír en su interior. De la emoción, ni se da cuenta de que apoya las pinzas en el borde de la mesa y caen al suelo, o sí se da cuenta, pero le importa poco. Siente que ha conseguido la simetría, la perfección, la belleza. Lo que tanto desea y ha deseado. Ya no sólo sonríe en su interior, también lo hace por fuera. Esta vez no espera ni a hacer una calada del cigarrillo. Le puede la impaciencia. Va a buscar directamente su imagen al espejo y finalmente, éste le devuelve algo que hace tiempo que ella buscaba: la simetría de sus cejas. Aparta la mirada del espejo, incrédula y nerviosa, pero luego la vuelve a poner en él. Y el espejo cóncavo de 2,5 aumentos le devuelve exactamente lo que había visto unos segundos antes. Una perfecta simetría de sus cejas.

Pero falla algo. Es una visión extraña e inesperada. En modo alguno siente la felicidad que había imaginado para ese momento. Y es que la imagen que le devuelve el espejo no es la perfección que se esperaba, es más, no hay ningún atisbo de perfección en lo que ve. Se aparta y enciende otro cigarrillo. Ahora no fuma con placer, ahora fuma con ansiedad. Vuelve a mirarse en el espejo y recibe la misma respuesta. Hay simetría, pero no hay perfección. Piensa que el espejo miente. Pero no es así. Un espejo puede aumentar, alejar o deformar, pero no mentir y sabe que la imagen que ve no está deformada ya que lo único que hace el espejo, su espejo, es aumentar la imagen en un factor de 2,5.

Repasa toda la superficie de su cara intentando averiguar qué es lo que falla. Quiere saber qué ha salido mal Necesita saber en qué se ha equivocado. Pero por más que le dé vueltas, no llega a ninguna conclusión. En ningún momento piensa que quizás, la simetría es imperfecta o que la perfección puede ser no bella. Eso no cabe en su cabeza. Es incapaz de ver el defecto, porque en el espejo ambas cejas son simétricas, son perfectas, no hay ningún pelo fuera de sitio. Y justo en este momento que le cruza la cabeza esta idea se da cuenta de su gravísimo error. ¿Cómo se le puede haber pasado por alto? ¿Cómo ha sido tan ciega a lo que hacía? ¿Tan grande es su obsesión como para pasarlo por alto? Se siente aturdida, conmocionada, enfadada consigo misma, pero una vez pasado el primer shock, y por un motivo que no llega a comprender de inicio, la revelación que acaba de tener no la desconsuela, más bien todo lo contrario. La libera. Y es que se siente liberada porque durante unos días podrá alejarse de su obsesión y poco le importará si mañana, pasado, o al otro, llueve o hace sol. Podrá desengancharse de su droga durante un tiempo y mientras esta desintoxicación dure no necesitará excusas peregrinas. Pero sobre todo se siente bien porque sabe que su obsesión volverá y que tendrá la oportunidad de empezar de nuevo su búsqueda de la simetría perfecta. Y esta vez lo hará mejor. Mucho mejor. Ya sabe dónde se ha equivocado y no cometerá el mismo error. Nunca jamás volverá a arrancarse todos los pelos de sus cejas.

domingo, 16 de enero de 2011

Es triste morir en zapatillas


Por Patricia Bueno

Ha dormido mal y se levanta aún peor, con una extraña intuición. Su mujer le es infiel. Claro. ¡Cómo no había caído antes! Las reuniones maratonianas, los fines de semana de congresos, la frigidez y, sobre todo, esa forma de evitar su mirada, como si mirarle le causara nauseas.

La muy desgraciada, justo ahora, cuando más la necesitaba. Estaba en paro (en realidad, lo había estado durante casi toda su vida), deprimido, con trastornos de personalidad, el hígado destrozado por el alcohol y, recién cumplidos los 40, el hecho de ser impotente le pesaba más que nunca. No era ella la única que sufría por no poder tener hijos. La muy desgraciada, cómo podía serle infiel.

Pero aún no quería creérselo. Quizás había una pequeña posibilidad de que fueran sólo imaginaciones suyas. Se viste a toda prisa y decide ir a verla a su oficina, para ver si es verdad que está en la oficina, si es verdad que tiene una oficina.

Cuando sale a la calle, se da cuenta de que ha salido en zapatillas justo en el mismo momento en que pisa una gigantesca placa de hielo y sale volando por los aires, cae de cabeza al suelo y aún le queda impulso para ir deslizándose por la acera 5 metros, hasta parar justo delante de su bar habitual. A los dos segundos, le sale un enorme chichón encima de la ceja izquierda.

- Odio el hielo, lo odio, lo odio, lo odio -. Por lo visto, el hielo había sido el causante de su impotencia unos 25 años antes, en plena adolescencia, en un desafortunado accidente de esquí. No vio la placa de hielo, perdió el control y bajó rodando media montaña hasta que, no se sabe cómo, apareció entre sus piernas uno de los postes de acero del telesilla. Indescriptible dolor y terribles consecuencias.

Se levanta sin atreverse a mirar dentro del bar, y decide que ese resbalón no va a detenerle. Tiene que ver a su mujer. Y ahí que va, con sus zapatillas y su chichón, a coger el metro. Pero aún tendrá que pasar otra prueba.

Cuando sólo está a dos calles de la boca de metro, le cae encima el minutero del inmenso reloj que sirve de reclamo para la relojería del barrio. Oye un crack tremendo en la parte derecha de su cráneo y cae fulminado al suelo. A los dos segundos, le sale un enorme chichón encima de su ceja derecha.

- Odio los relojes, los odio, los odio, los odio -. Su padre había muerto por culpa de un reloj. Cuando él tenía apenas 10 años, salieron un día a navegar juntos y repentinamente se levantó un fuerte viento. Forcejeando con las velas, a su padre se le cayó su preciado reloj de oro al mar. Saltó detrás del reloj como un resorte y nunca más se le volvió a ver.

Pero la venganza del tiempo tampoco va a detenerle. Se levanta tambaleándose y consigue coger el metro, llega frente al lujoso edificio de oficinas donde supuestamente trabaja su mujer, coge el ascensor, piso 42, y cuando se mira al espejo está a punto de desmayarse: ¡Le están saliendo dos incipientes cuernos en la frente! Esta es la prueba definitiva, total, determinante, fulminante; es un cornudo y ahora todo el mundo lo sabrá con solo mirarle a la cara. Para cuando llega al piso 42 ya está totalmente enajenado, desquiciado, sin control, echando humo por los orificios de la nariz.

Pregunta a la recepcionista dónde está su mujer. “Reunida con los socios japoneses”, le contesta, un poco asustada por la estampa. El cornudo mira a su alrededor y la ve al final de un pasillo, en una de esas salas que parecen peceras. Ya totalmente fuera de sí, notando como le tira cada vez más la carne de las sienes, coge carrerilla y ahí que va: en zapatillas, con dos chichones y derrapando por el pasillo. Irrumpe a toda velocidad en la sala de reuniones, decidido a embestir a su mujer con esos hermosos cuernos que le ha dado. Pero en la última décima de segundo antes de la embestida, su mujer, con cara de alucinada y haciendo gala de unos reflejos portentosos, logra esquivarle. Ahora ya no hay nada que le frene entre él y esa inmensa cristalera con vistas al Central Park.

Mientras cae al vacío, no le pasa toda su vida por delante. Sólo siente con más intensidad los chichones, que ya no son cuernos, y piensa que es triste morir por culpa de una placa de hielo y un reloj desvencijado que ya sólo marcaría las horas. Y, además, en zapatillas.

Los japoneses aplauden extasiados. Estos americanos sí que saben dar espectáculo.


Nacida para volar


Por Patricia Bueno

Había llegado a la cincuentena hacía tres meses y desde entonces Apolonia no levantaba cabeza. Estaba triste, profundamente triste, y le invadía cada vez con mayor intensidad la sensación de ser invisible. “Etapa de madurez, ja, menuda porquería de eufemismo para referirse a la decrepitud, al total sometimiento a la fuerza de la gravedad, a convertirse en una especie de holograma”, se decía, mientras miraba absorta por la ventana de su oficina.

Llevaba exactamente 25 años trabajando para esa multinacional. “¿Para qué?”, se preguntaba. En el estado en que se encontraba, se sentía más como parte del mobiliario que otra cosa. Y eso que cuando empezó prometía mucho: era guapa, inteligente, tenia don de gentes y, como solían decirle, un brillante futuro por delante. Pero el futuro ya estaba aquí, y no brillaba. Se había quedado estancada en el cargo de secretaria de dirección y ahora se sentía como un perchero, algo que miras pero no ves, a pesar de que Apolonia, objetivamente, seguía siendo una mujer muy atractiva. Incluso tenía el mote de “Michelle”, por Michelle Pfeiffer, pero eso ella no lo sabía. Sólo sabía que se sentía invisible, ignorada, sola.

Hasta que un día, mientras miraba como de costumbre por la ventana de la oficina, decidió que eso iba a cambiar. Qué se iban a enterar de quién era ella. Que estaba harta de que la trataran como a una cualquiera. La iban a ver, vaya que si la iban a ver. Decidió que su momento estelar iba a ser en la cena de navidad y empezó a trazar su plan:

- Primero, tenía que hacerse ese traje con el que siempre había soñado.
- Segundo, un entrenamiento y dieta intensivos para conseguir que el traje le quedara como siempre había soñado. No era un vestido para ir marcando michelín.
- Tercero, peluquería y maquillaje impecables.
- Cuarto, y más importante, ensayar bien la entrada triunfal. Eso era fundamental para que su imagen quedara grabada para siempre en la retina de los capullos presentes en la celebración.

El plan le animó muchísimo más que un kilo de Prozac y en un mes ya había logrado confeccionarse el traje, que le quedaba como un guante después de adelgazar cinco quilos. Y, por supuesto, había trazado minuciosamente los detalles de su entrada a la fiesta. Lo único que le daba pena era que no fuera a estar allí su exmarido, para que volviera a verla de verdad una vez más, y así ya mataba a todos los capullos de un tiro.

Llega el día D. 21 de diciembre, 20.00 h de la tarde. Como cada año, la fiesta tiene lugar en la sede central de la empresa, en el espectacular hall de 15 pisos de altura rematado por una impresionante claraboya de cristal con el logo tallado. Ahí están todos, con su mejores galas, pavoneándose con sus copas de cava y los canapés minimalistas de todos los años. 

De repente, se escucha un estrépito de cristales procedente del techo y todo el mundo se queda paralizado. Por la claraboya empieza a descender con gran soltura una estupenda mujer enfundada en un traje igualito al de Catwoman. No le falta detalle: milimétrico mono de látex con cremallera lateral, máscara con orejitas, garras y látigo de cuero. Apolonia se ha permitido incluso incluir un pequeño detalle de su cosecha, una larga capa de seda negra con una letras primorosamente bordadas, en las que puede leerse: “La venganza de las maduras”.

Los primeros segundos de descenso todo va bien. Apolonia hace gala de un estilo impecable y se desliza sigilosamente por una cuerda con ayuda de una polea, que a saber cómo habrá podido montar. Pero a mitad de camino, más o menos a la altura del séptimo piso, se desequilibra ligeramente, empieza a oscilar de izquierda a derecha, se le enreda la capa alrededor del cuerpo y se queda con una mano inutilizada, hasta que no puede evitar engancharse en uno de los dichosos candelabros que adornan las balaustradas de cada piso. Después de un breve forcejeo, consigue liberarse del candelabro, no si antes dejarse medio muslo en una de las flores de latón que lo adornan y rasgarse el maravilloso traje de látex desde el glúteo hasta el tobillo de la pierna derecha.

Pero la adrenalina la mantiene firme y, a pesar de ir dejando un reguero de sangre y de ir con medio culo al aire, logra, por fin, depositarse en el suelo. La gente mira atónita la escena. No saben si aplaudir o echar a correr. Pero desde luego, mirar, miran. ¿Quién dijo invisible? Pero el espectáculo aún no ha terminado. Apoloniawoman saca el látigo y empieza a destrozar lo que tiene al alcance. Vuelan bandejas de canapés, vuelan cristalerías, vuelan adornos de navidad... En uno de los primeros latigazos, mientras emite cariñosos maullidos, le cruza la cara a su jefe. Hubiera querido hacerle una marca, una “A” de Súper Apolonia, pero se conforma con una breve incisión en línea recta. Está que se sale. Está que se sale, hasta que mira a la inmensa pared donde está el mural de Tàpies y ve un letrero de 6 x 3 metros que reza: “Felicidades por tus 25 años en la empresa Apolonia. Te queremos”. Al lado, un flamante descapotable rojo con un lazo y las llaves puestas.

A esto se la llama meter la garra hasta el fondo. “Dios mio, cómo se me ha podido ir tanto la olla, me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir”. Tiene que salir de allí como sea sin ser reconocida. Paradojas de la vida, ahora sí que quiere ser invisible. La opción de volver por donde ha venido, queda descartada. Izarse 40 metros por la cuerda hasta la claraboya no cabe dentro de sus posibilidades. “Piensa rápido, piensa rápido”, se dice. Pero con todo el trajín, las ideas a estas alturas están un poco confusas. Al final, intentando mantener al máximo la compostura y falseando la voz, pregunta: “Perdón, ¿es aquí la convención anual de Batman’s? Es que creo que me he equivocado”. Sin esperar respuesta, se enrosca la capa de modo que oculte sus desnudeces y sale de allí por la puerta principal, con la cabeza muy alta, aunque con lágrimas en los ojos. Como por culpa de esta locura mental transitoria se quede sin el descapotable...

Sus compañeros empiezan a relajarse, a alguno empieza a escapársele la risa, especialmente al verle la cara marcada al jefe, y todos empiezan a preguntarse dónde diablos se habrá metido Apolonia. Sin ella, no hay fiesta.

viernes, 14 de enero de 2011

YA ESTAMOS AQUI

Hola,

Ya estamos aquí. Y quiero ver vuestros relatos, antiguos y nuevos, colgados aquí. Venga!!!!

Muchos besos para todos,

Marisa