domingo, 16 de enero de 2011

Nacida para volar


Por Patricia Bueno

Había llegado a la cincuentena hacía tres meses y desde entonces Apolonia no levantaba cabeza. Estaba triste, profundamente triste, y le invadía cada vez con mayor intensidad la sensación de ser invisible. “Etapa de madurez, ja, menuda porquería de eufemismo para referirse a la decrepitud, al total sometimiento a la fuerza de la gravedad, a convertirse en una especie de holograma”, se decía, mientras miraba absorta por la ventana de su oficina.

Llevaba exactamente 25 años trabajando para esa multinacional. “¿Para qué?”, se preguntaba. En el estado en que se encontraba, se sentía más como parte del mobiliario que otra cosa. Y eso que cuando empezó prometía mucho: era guapa, inteligente, tenia don de gentes y, como solían decirle, un brillante futuro por delante. Pero el futuro ya estaba aquí, y no brillaba. Se había quedado estancada en el cargo de secretaria de dirección y ahora se sentía como un perchero, algo que miras pero no ves, a pesar de que Apolonia, objetivamente, seguía siendo una mujer muy atractiva. Incluso tenía el mote de “Michelle”, por Michelle Pfeiffer, pero eso ella no lo sabía. Sólo sabía que se sentía invisible, ignorada, sola.

Hasta que un día, mientras miraba como de costumbre por la ventana de la oficina, decidió que eso iba a cambiar. Qué se iban a enterar de quién era ella. Que estaba harta de que la trataran como a una cualquiera. La iban a ver, vaya que si la iban a ver. Decidió que su momento estelar iba a ser en la cena de navidad y empezó a trazar su plan:

- Primero, tenía que hacerse ese traje con el que siempre había soñado.
- Segundo, un entrenamiento y dieta intensivos para conseguir que el traje le quedara como siempre había soñado. No era un vestido para ir marcando michelín.
- Tercero, peluquería y maquillaje impecables.
- Cuarto, y más importante, ensayar bien la entrada triunfal. Eso era fundamental para que su imagen quedara grabada para siempre en la retina de los capullos presentes en la celebración.

El plan le animó muchísimo más que un kilo de Prozac y en un mes ya había logrado confeccionarse el traje, que le quedaba como un guante después de adelgazar cinco quilos. Y, por supuesto, había trazado minuciosamente los detalles de su entrada a la fiesta. Lo único que le daba pena era que no fuera a estar allí su exmarido, para que volviera a verla de verdad una vez más, y así ya mataba a todos los capullos de un tiro.

Llega el día D. 21 de diciembre, 20.00 h de la tarde. Como cada año, la fiesta tiene lugar en la sede central de la empresa, en el espectacular hall de 15 pisos de altura rematado por una impresionante claraboya de cristal con el logo tallado. Ahí están todos, con su mejores galas, pavoneándose con sus copas de cava y los canapés minimalistas de todos los años. 

De repente, se escucha un estrépito de cristales procedente del techo y todo el mundo se queda paralizado. Por la claraboya empieza a descender con gran soltura una estupenda mujer enfundada en un traje igualito al de Catwoman. No le falta detalle: milimétrico mono de látex con cremallera lateral, máscara con orejitas, garras y látigo de cuero. Apolonia se ha permitido incluso incluir un pequeño detalle de su cosecha, una larga capa de seda negra con una letras primorosamente bordadas, en las que puede leerse: “La venganza de las maduras”.

Los primeros segundos de descenso todo va bien. Apolonia hace gala de un estilo impecable y se desliza sigilosamente por una cuerda con ayuda de una polea, que a saber cómo habrá podido montar. Pero a mitad de camino, más o menos a la altura del séptimo piso, se desequilibra ligeramente, empieza a oscilar de izquierda a derecha, se le enreda la capa alrededor del cuerpo y se queda con una mano inutilizada, hasta que no puede evitar engancharse en uno de los dichosos candelabros que adornan las balaustradas de cada piso. Después de un breve forcejeo, consigue liberarse del candelabro, no si antes dejarse medio muslo en una de las flores de latón que lo adornan y rasgarse el maravilloso traje de látex desde el glúteo hasta el tobillo de la pierna derecha.

Pero la adrenalina la mantiene firme y, a pesar de ir dejando un reguero de sangre y de ir con medio culo al aire, logra, por fin, depositarse en el suelo. La gente mira atónita la escena. No saben si aplaudir o echar a correr. Pero desde luego, mirar, miran. ¿Quién dijo invisible? Pero el espectáculo aún no ha terminado. Apoloniawoman saca el látigo y empieza a destrozar lo que tiene al alcance. Vuelan bandejas de canapés, vuelan cristalerías, vuelan adornos de navidad... En uno de los primeros latigazos, mientras emite cariñosos maullidos, le cruza la cara a su jefe. Hubiera querido hacerle una marca, una “A” de Súper Apolonia, pero se conforma con una breve incisión en línea recta. Está que se sale. Está que se sale, hasta que mira a la inmensa pared donde está el mural de Tàpies y ve un letrero de 6 x 3 metros que reza: “Felicidades por tus 25 años en la empresa Apolonia. Te queremos”. Al lado, un flamante descapotable rojo con un lazo y las llaves puestas.

A esto se la llama meter la garra hasta el fondo. “Dios mio, cómo se me ha podido ir tanto la olla, me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir”. Tiene que salir de allí como sea sin ser reconocida. Paradojas de la vida, ahora sí que quiere ser invisible. La opción de volver por donde ha venido, queda descartada. Izarse 40 metros por la cuerda hasta la claraboya no cabe dentro de sus posibilidades. “Piensa rápido, piensa rápido”, se dice. Pero con todo el trajín, las ideas a estas alturas están un poco confusas. Al final, intentando mantener al máximo la compostura y falseando la voz, pregunta: “Perdón, ¿es aquí la convención anual de Batman’s? Es que creo que me he equivocado”. Sin esperar respuesta, se enrosca la capa de modo que oculte sus desnudeces y sale de allí por la puerta principal, con la cabeza muy alta, aunque con lágrimas en los ojos. Como por culpa de esta locura mental transitoria se quede sin el descapotable...

Sus compañeros empiezan a relajarse, a alguno empieza a escapársele la risa, especialmente al verle la cara marcada al jefe, y todos empiezan a preguntarse dónde diablos se habrá metido Apolonia. Sin ella, no hay fiesta.

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