domingo, 16 de enero de 2011

Es triste morir en zapatillas


Por Patricia Bueno

Ha dormido mal y se levanta aún peor, con una extraña intuición. Su mujer le es infiel. Claro. ¡Cómo no había caído antes! Las reuniones maratonianas, los fines de semana de congresos, la frigidez y, sobre todo, esa forma de evitar su mirada, como si mirarle le causara nauseas.

La muy desgraciada, justo ahora, cuando más la necesitaba. Estaba en paro (en realidad, lo había estado durante casi toda su vida), deprimido, con trastornos de personalidad, el hígado destrozado por el alcohol y, recién cumplidos los 40, el hecho de ser impotente le pesaba más que nunca. No era ella la única que sufría por no poder tener hijos. La muy desgraciada, cómo podía serle infiel.

Pero aún no quería creérselo. Quizás había una pequeña posibilidad de que fueran sólo imaginaciones suyas. Se viste a toda prisa y decide ir a verla a su oficina, para ver si es verdad que está en la oficina, si es verdad que tiene una oficina.

Cuando sale a la calle, se da cuenta de que ha salido en zapatillas justo en el mismo momento en que pisa una gigantesca placa de hielo y sale volando por los aires, cae de cabeza al suelo y aún le queda impulso para ir deslizándose por la acera 5 metros, hasta parar justo delante de su bar habitual. A los dos segundos, le sale un enorme chichón encima de la ceja izquierda.

- Odio el hielo, lo odio, lo odio, lo odio -. Por lo visto, el hielo había sido el causante de su impotencia unos 25 años antes, en plena adolescencia, en un desafortunado accidente de esquí. No vio la placa de hielo, perdió el control y bajó rodando media montaña hasta que, no se sabe cómo, apareció entre sus piernas uno de los postes de acero del telesilla. Indescriptible dolor y terribles consecuencias.

Se levanta sin atreverse a mirar dentro del bar, y decide que ese resbalón no va a detenerle. Tiene que ver a su mujer. Y ahí que va, con sus zapatillas y su chichón, a coger el metro. Pero aún tendrá que pasar otra prueba.

Cuando sólo está a dos calles de la boca de metro, le cae encima el minutero del inmenso reloj que sirve de reclamo para la relojería del barrio. Oye un crack tremendo en la parte derecha de su cráneo y cae fulminado al suelo. A los dos segundos, le sale un enorme chichón encima de su ceja derecha.

- Odio los relojes, los odio, los odio, los odio -. Su padre había muerto por culpa de un reloj. Cuando él tenía apenas 10 años, salieron un día a navegar juntos y repentinamente se levantó un fuerte viento. Forcejeando con las velas, a su padre se le cayó su preciado reloj de oro al mar. Saltó detrás del reloj como un resorte y nunca más se le volvió a ver.

Pero la venganza del tiempo tampoco va a detenerle. Se levanta tambaleándose y consigue coger el metro, llega frente al lujoso edificio de oficinas donde supuestamente trabaja su mujer, coge el ascensor, piso 42, y cuando se mira al espejo está a punto de desmayarse: ¡Le están saliendo dos incipientes cuernos en la frente! Esta es la prueba definitiva, total, determinante, fulminante; es un cornudo y ahora todo el mundo lo sabrá con solo mirarle a la cara. Para cuando llega al piso 42 ya está totalmente enajenado, desquiciado, sin control, echando humo por los orificios de la nariz.

Pregunta a la recepcionista dónde está su mujer. “Reunida con los socios japoneses”, le contesta, un poco asustada por la estampa. El cornudo mira a su alrededor y la ve al final de un pasillo, en una de esas salas que parecen peceras. Ya totalmente fuera de sí, notando como le tira cada vez más la carne de las sienes, coge carrerilla y ahí que va: en zapatillas, con dos chichones y derrapando por el pasillo. Irrumpe a toda velocidad en la sala de reuniones, decidido a embestir a su mujer con esos hermosos cuernos que le ha dado. Pero en la última décima de segundo antes de la embestida, su mujer, con cara de alucinada y haciendo gala de unos reflejos portentosos, logra esquivarle. Ahora ya no hay nada que le frene entre él y esa inmensa cristalera con vistas al Central Park.

Mientras cae al vacío, no le pasa toda su vida por delante. Sólo siente con más intensidad los chichones, que ya no son cuernos, y piensa que es triste morir por culpa de una placa de hielo y un reloj desvencijado que ya sólo marcaría las horas. Y, además, en zapatillas.

Los japoneses aplauden extasiados. Estos americanos sí que saben dar espectáculo.


1 comentario:

  1. Hola, Patricia. Espero que estés inmersa ya en tu aventura trepidante hacia lo desconocido y halles con éxito lo que estés buscando. Pero no en zapatillas, que por lo que describes, da mal fario. Me ha gustado mucho tu escrito, me parece ligero, ingenioso y divertidísimo. Como en la academia sólo te oí un escrito, además de este ahora, deseo continuar divirtiéndome contigo a través de esta magnífica "bastardada". ¡No dejes de escribir! Eduard Rojas Montero.

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