miércoles, 25 de mayo de 2011

El gato de Schrödinger

No soy  una persona de ciencias ni mucho menos, así que me permito tomar el sentido que mas me inspira  de los enunciados científicos.
Hace algunos meses un amigo me explicaba el principio del “Gato de Schrödinger”, que dice algo así como que la sola observación de un experimento cambia el resultado del mismo.
A priori me pareció una completa estupidez, porque aunque fuera cierto, sería imposible descubrir  sin observar, porque no hay experimento sin ejecutor.

Pero finalmente ayer lo entendí, de pronto me dí cuenta de que toda mi vida había estado signada por esta máxima, empezando por el hecho de que si mi padre no hubiera observado a mi madre, o si otro hombre hubiera sido el observador de esta inusual experiencia viviente que es ella, yo no estaría aquí. Eso vale para ustedes también. Piénsenlo.

Para complicar un poco mas las cosas, Schrödinger deja volar su imaginación y dice que lo que no sucede en esta dimensión, sucede en otra dimensión o universo paralelo. Para que se entienda: dado que papá sí conoció a mamá en este universo, esto quiere decir que ella está con otro hombre en una dimensión paralela, o que tal vez sea una solterona en otra. Pueden no creerlo, pero tanto Uds. como yo, no tienen manera de refutarlo.

Las consecuencias de esta posibilidad son infinitas. En términos prácticos, por ejemplo, llevamos décadas alarmados por  la superpoblación mundial, pero si lo de este gato es cierto, el tema es exponencialmente mas preocupante. ¿Y lo del ahorro de energía? Al diablo con las teorías de la sostenibilidad, cuanto mas ahorremos nosotros, mas dilapidarán los "otros".

Y mientras trataba de conectar esta teoría con mi vida, que en definitiva es lo que mas me importa, pensaba que puede haber dos o mas universos paralelos en donde están otras YO haciendo quién sabe qué, teniendo una mejor vida que la mía o quizá mucho peor.
Y esto echa luz sobre un sentimiento que ha asolado mi existencia: la sensación de que hay algo que me ha sido arrebatado o algo de lo que me estoy perdiendo irremediablemente.
En una perspectiva positiva, lo que me hace feliz en esta dimensión me vuelve infeliz en otra. ¡Casi siento un poco de culpa por esto!
Ahí es donde pensé: ya tengo suficiente, no quiero averiguarlo.

Sé que suena inquietante, y ni qué decir para quienes somos un poco paranoicos: en otra dimensión mi pareja me podría estar traicionando con otra y mis sobrinos le dicen tía a quién sabe qué yo. Lo cierto es que por el momento no se han encontrado las puertas para conectar estas  existencia, así que nadie vendrá a ajustar cuentas con nosotros, y a su vez nos mantendremos ignorantes de nuestras fatalidades allende las dimensiones. Porque en definitiva lo que nos dice el gato, en realidad Schrödinger, es que esta es la vida que nos toca vivir.

Hoy escribo este relato jugando con el tiempo, y parte de este tiempo se ha filtrado hacia otras dimensiones en cada impensada decisión que he tomado. Incluso el final no estoy segura de que sea el mismo que escribí, ahora, en este justo y preciso instante en que ustedes lo están leyendo.

Adriana Gamba
Barcelona, 5 de mayo de 2011

martes, 24 de mayo de 2011

La ejecución de un rey

Paris, 21 de enero de 1793: el rey de Francia iba a ser decapitado. La Plaza estaba a rebosar de gente hablando, riendo, cantando, llamándose a gritos unos a otros; una cacofonía de miles de sonidos diferentes generados por una multitud ávida y curiosa; una muchedumbre con la excitación vociferante que precede a los acontecimientos inusuales. El morbo llevado al extremo. No cabía un alfiler y había personas encaramadas en cornisas, monumentos y carretas, para poder ver bien el cadalso, donde estaba instalada la guillotina. Este invento del Dr. Guillotin, inicialmente concebido para dar muerte indolora y digna a los condenados, se había convertido en el símbolo externo de aquella Revolución que desde hacía cuatro años asolaba Francia.
En un principio, los juristas habían iniciado la redacción de una Constitución que supliera la monarquía absoluta de Luís XVI. Sin embargo pronto habían perdido el control de la situación que cayó en manos de los extremistas. Y, lo que en un principio debía haber sido un arroyo bien canalizado de reformas que instituyeran el estado de derecho en el país, había crecido imprevisiblemente, convirtiéndose en un río que se desbordaba, rompiendo diques, inundando toda Francia y sumiéndola en el Reinado del Terror.
 Maximilien Robespierre, el nuevo amo, había promovido juicio contra el rey. Desde la abolición de la monarquía y títulos nobiliarios, (21 septiembre  1792), Luís XVI de Borbón, había pasado a ser simplemente el “ciudadano Capeto”, que era el apellido ancestral de su familia desde el siglo XIII. Como era predecible, el reo había sido condenado a muerte, y aquel 21 de enero se  iba a llevar a cabo la sentencia. Nadie se la quería perder, y desde la noche precedente, miles de “ciudadanos” habían atestado la Plaza a fin de tener un buen punto de observación y ser testigos, de primera mano, de la decapitación del monarca.

El rey llegó en una carroza fuertemente custodiada, acompañado de un clérigo. Para descender tuvieron que ayudarle, pues llevaba las manos atadas a la espalda. Había envejecido en pocos meses, y tenía muy poco en común con el soberano omnipotente que brillaba en su corte de Versalles. A Luís XVI jamás le habían interesado los asuntos políticos, que había dejado en manos de ministros ineptos e impopulares. En aquella gélida mañana de enero, aquel hombre grueso y de torpes andares, se dirigió hacia las escaleras del cadalso. Temblaba: de frío, o de miedo, o tal vez del esfuerzo por controlar su nerviosismo. Quería, ante todo y sobre todo, mostrar dignidad en la hora de la muerte, para redimir de aquella manera su mala praxis como soberano. Sabía que estaba entrando en la Historia. La cercanía de la Hora Final ilumina de forma asombrosa las conciencias, y le había hecho ver y aceptar sus fallos. En aquellos momentos, su arrepentimiento era tan sincero que incluso le causaba dolor en le pecho.
A medida que aquel rey derrotado se acercaba a la guillotina, se hizo un silencio expectante entre la multitud. Incluso se pudo oír la voz de los ejecutores indicando al reo como debía colocarse para que la hoja cayera exactamente en su cuello. Redoble de tambores. Zas, cayó la cuchilla. El verdugo se agachó, recogió la cabeza de la cesta y la levantó para mostrarla al público.
En aquel momento, el silencio se rompió con una enorme ovación. El alarido de miles de gargantas rugió bajo el cielo plomizo, rebotó en las tejas de pizarra gris de las mansardas, rondó las orillas del Sena extendiéndose por los barrios hacia los cuatro puntos cardinales. Las iglesias echaron las campanas al vuelo. Primero las más cercanas a la Plaza, después las más apartadas, de modo que pronto la noticia se conoció en toda la ciudad. En calles y plazas, los sans-culottes se palmeaban la espalda felicitándose, las “ciudadanas” salían de sus casas secándose las manos en el delantal, las tabernas repartían vino gratis. “Liberté, Egalité, Fraternité” gritaban a voz en cuello.

La onda expansiva de aquel alarido brutal y el repique de las campanas se transmitieron igualmente sobre los sicómoros y tilos del parque, y penetraron por ventana, abierta a pesar del frío, del Palacio de las Tullerías. Al escucharlo María Antonieta, esposa del rey ejecutado, pensó con un escalofrío: “!Ya!”. Había estado rezando el rosario, apretando tanto las cuentas que se le clavaban en los dedos. ¡Que vueltas da la vida! No en vano a la diosa Fortuna la representan con una rueda en la mano y los ojos vendados. Aquella mujer de tan solo 38 años, nacida archiduquesa de Habsburgo y casada con el rey de Francia, había pasado en pocos meses de ser reina ungida y coronada del país más poderoso de Europa, a simple “ciudadana”. Y, a partir aquel aciago momento, sería escuetamente “la viuda Capeto”, prisionera. Con su frivolidad y dispendios había llevado al país a la bancarrota, y orillado a su pueblo al levantamiento armado. Era perfectamente consciente de que el odio del pueblo de dirigía directamente hacia ella, y por ello tenía la certeza que, en un día no muy lejano, sería su cabeza cortada la que el verdugo mostraría, sangrante, al pueblo enloquecido.

No se equivocaba. El 16 de octubre del mismo año, nueve meses después que su marido y en la misma Plaza, María Antonieta fue guillotinada.

Tuti Geis 



Bibliografía

A.A.V.V. “World of History” Grisewood & Dempsey Ltd,  New York, 1997
MAUROIS, André.  “Historia de Francia” Editorial Surco, Barcelona, 1973
ZWEIG, Stefan. “María Antonieta”  Editorial Juventud, Barcelona 2007

viernes, 20 de mayo de 2011

La señora Aurelia

 A mí esta historia no me hace gracia.

La señora Aurelia carga con las bolsas de la compra hasta la puerta del ascensor. Las deja en el suelo, bajo la parpadeante luz del fluorescente que cuelga del techo, se frota las manos sobre la chaqueta de lana para secarse el sudor y pulsa el interruptor. Nada. «Siempre me ocurre igual.» Pulsa otra vez el interruptor y el ascensor no baja. «Es siempre la misma historia.» Marcha atrás. Se aleja un paso de aquella puerta metálica y suspira. Recupera el medio metro perdido. Vuelve a la carga y esta vez lo pulsa con ligereza en repetidas ocasiones hasta que le empiezan a doler las articulaciones de los dedos. Nada sigue siendo nada. «A esperar aquí hasta que alguien me ayude.»

En la planta baja de aquel bloque de pisos hace frío. El termómetro del portal marca 12ºC. Uno se tiene que frotar las manos para mantener el calor. Además, siente molestias en las rodillas por haber cargado con aquellas bolsas. «Es el reuma.» Esto y lo que lleva en ellas. «Un quilo de mandarinas y un par de botellas de vino duelen.» Pero lo peor de esta espera es la posibilidad de toparse con la vecina del segundo. «¡Bruja! ¡Bruja!» En raras ocasiones sus encuentros no acaban en trifulcas. «No es mi culpa si es imbécil.»

Al término de las consideraciones sobre su vecina, la señora Aurelia ve con el rabillo del ojo el reloj de pared que hay encima del ascensor. «Es la una.» La una, hora de tomar las pastillas para el corazón. «Hora de tomar un Cardyl.» La entrañable anciana hurga en su bolso en busca de la cajetilla con comprimidos blancos. La encuentra en un abrir y cerrar de ojos. «Están aquí, están aquí.» Coge un comprimido con la izquierda y, con la otra mano, saca la botella de vino medio vacía que hay en una de las bolsas. «Bebí un poco para no cargar con tanto peso.» Le quita el tapón. «Es que sin líquidos no puedo ingerir pastillas.» Deposita el comprimido sobre su lengua.

Lingotazo.
Traga.
Ya te dije que esto no me hace gracia.

La luz del fluorescente se ha apagado. A la señora Aurelia le da igual, pues el Sol, a pesar del frío otoñal mesetario, ilumina la entrada del edificio como si fuera la tarima donde se representa una obra de teatro. Sólo que, en lugar de uno o varios intérpretes, el centro de atención es la señora Aurelia. «Soy la protagonista de esta historia, ¿no?» El mármol del suelo está radiante. Parece que emita luz propia. Lástima que cada día lo pise la vecina del segundo. «¡Bruja! ¡Bruja!» Bien, no quiero ser impaciente, pero ya va siendo hora de dar un paso más hacia el desenlace. «Es hora de tomar un Benazepril para la tensión.» La viejecita vuelve a hurgar en el bolso, esta vez en busca de la cajetilla con pastillas azules. Tampoco tarda en encontrarla. Se hace con un comprimido y lo aloja en su boca. «Si cierras los ojos parecen Lacasitos.» Tómese un trago. «Por supuesto.»

Lingotazo segunda parte.
La vida sobria es una mierda.

La otrora entrañable señora Aurelia comienza a dar síntomas de embriaguez. Sus piernas le pesan y siente que el pecho se le ha hundido. «Es el reuma.» Saca el monedero del bolso fijando su mirada en él mientras va tambaleándose, ora apoyándose con el pie izquierdo, ora con el derecho, aplastándolos con su cuerpo, que ahora es un tonel. Encuentra una foto. «Es mi hijo.» Aguanta la fotografía con dedos temblorosos y clava su vista en ella. «No me llama nunca a pesar de haberle dado mi riñón cuando tuvo aquel accidente de tráfico.»

Se oye un portazo en algún lugar del edificio. La octogenaria ni se da cuenta.

Pero la acción, por otros motivos, avanza: la abuela, con indicios de inquietud, rebusca en el bolsillo izquierdo de la chaqueta de lana hasta dar con el teléfono móvil. «Voy a llamar a mi hijo.» ¿Por qué, señora Aurelia? «Le exigiré que me devuelva mi riñón.» Eso no es algo que se pueda hacer fácilmente, ¿lo sabe? «¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¡Mi hijo es un hijo de puta!»

Se encienden las luces. La casi nonagenaria lo nota, pero no le da importancia.

El teléfono se le escurre de entre los dedos debido a la conjunción de nerviosismo y artritis y cae sobre el brillante mármol, provocando un crujido en el interior del móvil. «Algo se ha roto.» Al agacharse a recogerlo, observa que justo a su derecha, detrás de un cactus que decora la sala, están las escaleras. «Ah, que estaban aquí.» Están, están. «Da igual, ahora voy demasiado borracha para subir por ellas.» La luz fluorescente enfría la entrada del edificio, pareciendo así una sala de interrogatorios. «Esto es como una cárcel.» Dígame, señora Aurelia, ¿cuál es la diferencia entre una cárcel y un bloque de pisos? «Que los mendigos no se mean en el portal de la cárcel.» ¿Alguna más? «Sí, que las celdas tienen más metros cuadrados que las habitaciones de un piso.» Muy bien, señora Aurelia: se merece un trago. «Lo que usted diga, señor narrador.» Oh, tutéeme, por favor, que aún soy joven. «Como comprenderá, a estas alturas no puedo cambiar mis hábitos nacionalcatólicos.»

Lingotazo. «A su salud, señor narrador.»
Entre Ibuprofeno, Valium y Voltarén, ¿qué elige usted? «Ante la duda, todo.»
Otro lingotazo.
La vida ebria es una noria.
Ríete lo que quieras, pero esta mujer podría ser tu abuela.

Ahora que la anciana va totalmente embriagada de vino y colocada de fármacos y oye pasos que golpean con fuerza las escaleras y la luz del Sol se retira y ella se carcajea histérica, me gustaría que contara a los lectores cómo murió su marido. «No quiero.»

¿Le suenan esos pasos, señora Aurelia? «¡Bruja! ¡Bruja!»

Un apunte: debo reconocer, señora Aurelia, que a pesar de haber visto pocas veces a la vecina del segundo, me siento abrumado por sus caderas. «Caderas de zorra.»

Insisto: cuéntenos aquella vez que su marido fue atropellado por un tranvía, va. «Fue el Trambaix.» Díganos cómo ocurrió. «Era daltónico y un poco sordo y cruzó los raíles con el semáforo en rojo.»

Ahora, las pulsaciones de la señora Aurelia se aceleran y se lleva las manos al corazón, y lo escucha, e hiperventila, y el frío de aquel portal se atenúa por el alcohol, y su risa se congela, y la vecina del segundo se planta en sus narices, con la frente arrugada y el rictus feroz, y su cara enrojecida anuncia una agresión, verbal o física, pero agresión. «Puta.» Será una puta, pero con esta expresión facial se parece al diablo.

La vecina del segundo al habla:

-Qué –grita enfurecida-, ¿otra vez emborrachándose aquí abajo con la excusa de que el ascensor no funciona? -hace una pausa para tomar aire y sigue-: ¿Cuántas veces tendré que repetirle que este es el botón del ascensor y esto otro -señalando lo que la señora Aurelia ha estado pulsando sin éxito- es el interruptor de la luz?

Un día en Disneylandia

Jueves, 11:31 de la mañana. Me despierto por culpa del molesto ruido que hace una lata en la calle. Alguien la habrá chutado, probablemente un turista pasado de rosca y con un ligero retraso mental. He vuelto a sobarme en el sofá. La cabeza, ¿dónde está mi cabeza? Anoche vomité sobre la butaca forrada de felpa verde que hay en el salón. No es que me acuerde, es que el vómito todavía sigue ahí. Intuyo, por su contenido, que ayer cené Faisan à la crème. Raras veces poto algo cuyo nombre no suene pomposo y sofisticado: Vol au vent aux champignons, Soufflé au fromage de chèvre et à la ciboulette o Cassoulet au confit de canard. Tampoco soporto la bechamel.


El caso es que ya lo limpiaré luego. De paso, me preguntaré qué hace esa butaca en mi piso y a quién se la he robado. Ahora prefiero tomarme un Valium.


Buenos días, me marcho a dormir.


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Jueves, 12:02 del mediodía. Sigue siendo jueves media hora después. Me despierto, entonces, por segunda vez en lo que va de día. La pota continúa ocupando gran parte de la butaca. Es mi invitada de lujo. Como estoy mareado y no puedo seguir durmiendo, me levanto a por una aspirina. Compruebo con asombro que el suelo está fregado cuando mi andar se convierte en mi resbalar y mi resbalar se torna en mi golpear la cabeza contra la pared del salón. Me quedo inconsciente.



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12:58. Los jueves son como los lunes pero con otro nombre. Alguien está golpeando la puerta con una fuerza inusitada. Sí, eso es lo que me ha despertado. Al principio, han sido golpes potentes y discontinuos. Luego, el tiempo entre golpe y golpe se ha ido estrechando. Ahora, sea quien sea el que está ahí fuera, parece ansioso por que le reciba: cualquiera diría que está ametrallando la puerta. Mi vida, dentro de la mediocridad que se le supone a la vida media de un ciudadano poco modélico, contiene tantos altibajos que parece la puta Disneylandia.


Abro la puerta. Se trata de un ratón de metro y medio, negro y ataviado con shorts rojos y guantes blancos.


-¡Hola, soy Mickey Mouse –me dice el ratón casi gritando- y he venido a matarte!


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14:04. Nos quedamos observándonos detenidamente durante una hora larga hasta que Mickey se saca un bate de béisbol de los shorts. Me dice:


-He venido a expiar tus pecados.


De cerca, se le divisan vastos surcos en la cara gracias a la carencia de vello facial. En las películas sale muy favorecido. Este no es el Mickey Mouse que yo recuerdo de niño. Cuando abre la boca, los poquísimos y mermados dientes y las sangrantes encías que descubro en ella me producen nauseas. Vomitaría toda Francia si hiciese falta. Te lo juro por tu madre. Me espeta:


-¿Sabes por qué siempre llevo puestos estos guantes blancos? Para no dejar huellas en el escenario del crimen.


Siempre mostrando la peor de sus sonrisas.

Siempre amenazándome con la mirada.


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17:22. Después de batearme repetidas veces la mandíbula y las costillas mientras canturrea The Star-Spangled Banner con una letra improvisada («Te voy a matar, te voy a matar», entona), Mickey Mouse me ata a la butaca sobre la que vomité ayer.

-¿Pod qué me haces esto? Pod favod, pod favod, –le imploro a Mickey llorando y escupiendo parte de mi dentadura-, pada ya.

Y Mickey, sonriente, responde de esta forma a mis ruegos:

-Te estoy linchando porque hoy es jueves.

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-En realidad –dice Mickey-, no. No es porque sea jueves: es porque has insultado mi país. Has dicho que Disneylandia es una puta. Eso no lo toleramos ni yo, ni el Pato Donald. Tampoco Goofy, el presidente de Disneylandia, cuya oratoria es pésima, pero que toma buenas decisiones a pesar de ser subnormal. Ah, seguramente te estarás preguntando por qué te estoy dando una paliza si no has dicho nada. Mira, te responderé a esa pregunta: porque lo ibas a pensar. Sí, pensar. ¿Te suenan el Precrimen y el Crimental? Pues nosotros somos ambas cosas. Somos el Precrimental. Antes de que lo pienses, ya llamamos a tu puerta. Y, por supuesto, te damos tu merecido. Pero, ¿sabes qué? Hoy me siento generoso: te perdonaré la vida a cambio de que me dejes sodomizarte.

A todo esto, son las 21:56.

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22:55. Llevo ya media hora en el hospital, lo suficiente para que me hayan atendido. He tenido que simular un desmayo y escupir sangre en urgencias. El doctor, un ciudadano ilustre que vive en el barrio rico del pueblo, me ha diagnosticado una fractura en las costillas y un desgarro anal.

-¿Cómo se lo ha hecho?
-Cayéndome pod las escaledas.
-¿El desgarro anal también?




Avergonzado, asiento con la cabeza. La verdad es tan humillante que ni siquiera soy capaz de hacer un amago de contarle algo de lo ocurrido. ¿Qué le digo, que Mickey Mouse me ha dado por el culo? Jamás. Prefiero guardarme la historia para contársela a gente que no viva en una torre de marfil. Gente de bien que se sienta maltratada por ratones psicópatas de metro y medio de estatura. Gente normal que tome somníferos para dormir de día.

Gente que se meta en líos porque no tiene nada mejor que hacer con su vida.

-Por cierto –dice el doctor antes de salir de la habitación-, la felpa verde que le cuelga de los pantalones es como la de mi butaca.

Efectivamente, se podría decir que el vómito ha ejercido, en esta ocasión, de potente pegamento.

El caso de la misteriosa butaca del salón puede archivarse. Ahora sólo tengo que aguantar una noche en observación y me podré ir contento a casa. Feliz.

No, no se lo pienso contar a nadie.

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Unos fuertes golpes en la puerta me apartan de mi ensimismamiento. Poco a poco, la violencia de esos golpes va aumentando. Cada vez son más persistentes. Sea quien sea, va a tirar la puerta abajo de un momento a otro. No puedo evitar que mi mente evoque a Mickey, Donald y Goofy.

Pero yo no voy a insultar nunca más a la puta mierda de Disneylandia. Te lo juro por tu madre.








Ivan Piechowski