viernes, 20 de mayo de 2011

Un día en Disneylandia

Jueves, 11:31 de la mañana. Me despierto por culpa del molesto ruido que hace una lata en la calle. Alguien la habrá chutado, probablemente un turista pasado de rosca y con un ligero retraso mental. He vuelto a sobarme en el sofá. La cabeza, ¿dónde está mi cabeza? Anoche vomité sobre la butaca forrada de felpa verde que hay en el salón. No es que me acuerde, es que el vómito todavía sigue ahí. Intuyo, por su contenido, que ayer cené Faisan à la crème. Raras veces poto algo cuyo nombre no suene pomposo y sofisticado: Vol au vent aux champignons, Soufflé au fromage de chèvre et à la ciboulette o Cassoulet au confit de canard. Tampoco soporto la bechamel.


El caso es que ya lo limpiaré luego. De paso, me preguntaré qué hace esa butaca en mi piso y a quién se la he robado. Ahora prefiero tomarme un Valium.


Buenos días, me marcho a dormir.


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Jueves, 12:02 del mediodía. Sigue siendo jueves media hora después. Me despierto, entonces, por segunda vez en lo que va de día. La pota continúa ocupando gran parte de la butaca. Es mi invitada de lujo. Como estoy mareado y no puedo seguir durmiendo, me levanto a por una aspirina. Compruebo con asombro que el suelo está fregado cuando mi andar se convierte en mi resbalar y mi resbalar se torna en mi golpear la cabeza contra la pared del salón. Me quedo inconsciente.



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12:58. Los jueves son como los lunes pero con otro nombre. Alguien está golpeando la puerta con una fuerza inusitada. Sí, eso es lo que me ha despertado. Al principio, han sido golpes potentes y discontinuos. Luego, el tiempo entre golpe y golpe se ha ido estrechando. Ahora, sea quien sea el que está ahí fuera, parece ansioso por que le reciba: cualquiera diría que está ametrallando la puerta. Mi vida, dentro de la mediocridad que se le supone a la vida media de un ciudadano poco modélico, contiene tantos altibajos que parece la puta Disneylandia.


Abro la puerta. Se trata de un ratón de metro y medio, negro y ataviado con shorts rojos y guantes blancos.


-¡Hola, soy Mickey Mouse –me dice el ratón casi gritando- y he venido a matarte!


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14:04. Nos quedamos observándonos detenidamente durante una hora larga hasta que Mickey se saca un bate de béisbol de los shorts. Me dice:


-He venido a expiar tus pecados.


De cerca, se le divisan vastos surcos en la cara gracias a la carencia de vello facial. En las películas sale muy favorecido. Este no es el Mickey Mouse que yo recuerdo de niño. Cuando abre la boca, los poquísimos y mermados dientes y las sangrantes encías que descubro en ella me producen nauseas. Vomitaría toda Francia si hiciese falta. Te lo juro por tu madre. Me espeta:


-¿Sabes por qué siempre llevo puestos estos guantes blancos? Para no dejar huellas en el escenario del crimen.


Siempre mostrando la peor de sus sonrisas.

Siempre amenazándome con la mirada.


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17:22. Después de batearme repetidas veces la mandíbula y las costillas mientras canturrea The Star-Spangled Banner con una letra improvisada («Te voy a matar, te voy a matar», entona), Mickey Mouse me ata a la butaca sobre la que vomité ayer.

-¿Pod qué me haces esto? Pod favod, pod favod, –le imploro a Mickey llorando y escupiendo parte de mi dentadura-, pada ya.

Y Mickey, sonriente, responde de esta forma a mis ruegos:

-Te estoy linchando porque hoy es jueves.

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-En realidad –dice Mickey-, no. No es porque sea jueves: es porque has insultado mi país. Has dicho que Disneylandia es una puta. Eso no lo toleramos ni yo, ni el Pato Donald. Tampoco Goofy, el presidente de Disneylandia, cuya oratoria es pésima, pero que toma buenas decisiones a pesar de ser subnormal. Ah, seguramente te estarás preguntando por qué te estoy dando una paliza si no has dicho nada. Mira, te responderé a esa pregunta: porque lo ibas a pensar. Sí, pensar. ¿Te suenan el Precrimen y el Crimental? Pues nosotros somos ambas cosas. Somos el Precrimental. Antes de que lo pienses, ya llamamos a tu puerta. Y, por supuesto, te damos tu merecido. Pero, ¿sabes qué? Hoy me siento generoso: te perdonaré la vida a cambio de que me dejes sodomizarte.

A todo esto, son las 21:56.

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22:55. Llevo ya media hora en el hospital, lo suficiente para que me hayan atendido. He tenido que simular un desmayo y escupir sangre en urgencias. El doctor, un ciudadano ilustre que vive en el barrio rico del pueblo, me ha diagnosticado una fractura en las costillas y un desgarro anal.

-¿Cómo se lo ha hecho?
-Cayéndome pod las escaledas.
-¿El desgarro anal también?




Avergonzado, asiento con la cabeza. La verdad es tan humillante que ni siquiera soy capaz de hacer un amago de contarle algo de lo ocurrido. ¿Qué le digo, que Mickey Mouse me ha dado por el culo? Jamás. Prefiero guardarme la historia para contársela a gente que no viva en una torre de marfil. Gente de bien que se sienta maltratada por ratones psicópatas de metro y medio de estatura. Gente normal que tome somníferos para dormir de día.

Gente que se meta en líos porque no tiene nada mejor que hacer con su vida.

-Por cierto –dice el doctor antes de salir de la habitación-, la felpa verde que le cuelga de los pantalones es como la de mi butaca.

Efectivamente, se podría decir que el vómito ha ejercido, en esta ocasión, de potente pegamento.

El caso de la misteriosa butaca del salón puede archivarse. Ahora sólo tengo que aguantar una noche en observación y me podré ir contento a casa. Feliz.

No, no se lo pienso contar a nadie.

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Unos fuertes golpes en la puerta me apartan de mi ensimismamiento. Poco a poco, la violencia de esos golpes va aumentando. Cada vez son más persistentes. Sea quien sea, va a tirar la puerta abajo de un momento a otro. No puedo evitar que mi mente evoque a Mickey, Donald y Goofy.

Pero yo no voy a insultar nunca más a la puta mierda de Disneylandia. Te lo juro por tu madre.








Ivan Piechowski

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