martes, 24 de mayo de 2011

La ejecución de un rey

Paris, 21 de enero de 1793: el rey de Francia iba a ser decapitado. La Plaza estaba a rebosar de gente hablando, riendo, cantando, llamándose a gritos unos a otros; una cacofonía de miles de sonidos diferentes generados por una multitud ávida y curiosa; una muchedumbre con la excitación vociferante que precede a los acontecimientos inusuales. El morbo llevado al extremo. No cabía un alfiler y había personas encaramadas en cornisas, monumentos y carretas, para poder ver bien el cadalso, donde estaba instalada la guillotina. Este invento del Dr. Guillotin, inicialmente concebido para dar muerte indolora y digna a los condenados, se había convertido en el símbolo externo de aquella Revolución que desde hacía cuatro años asolaba Francia.
En un principio, los juristas habían iniciado la redacción de una Constitución que supliera la monarquía absoluta de Luís XVI. Sin embargo pronto habían perdido el control de la situación que cayó en manos de los extremistas. Y, lo que en un principio debía haber sido un arroyo bien canalizado de reformas que instituyeran el estado de derecho en el país, había crecido imprevisiblemente, convirtiéndose en un río que se desbordaba, rompiendo diques, inundando toda Francia y sumiéndola en el Reinado del Terror.
 Maximilien Robespierre, el nuevo amo, había promovido juicio contra el rey. Desde la abolición de la monarquía y títulos nobiliarios, (21 septiembre  1792), Luís XVI de Borbón, había pasado a ser simplemente el “ciudadano Capeto”, que era el apellido ancestral de su familia desde el siglo XIII. Como era predecible, el reo había sido condenado a muerte, y aquel 21 de enero se  iba a llevar a cabo la sentencia. Nadie se la quería perder, y desde la noche precedente, miles de “ciudadanos” habían atestado la Plaza a fin de tener un buen punto de observación y ser testigos, de primera mano, de la decapitación del monarca.

El rey llegó en una carroza fuertemente custodiada, acompañado de un clérigo. Para descender tuvieron que ayudarle, pues llevaba las manos atadas a la espalda. Había envejecido en pocos meses, y tenía muy poco en común con el soberano omnipotente que brillaba en su corte de Versalles. A Luís XVI jamás le habían interesado los asuntos políticos, que había dejado en manos de ministros ineptos e impopulares. En aquella gélida mañana de enero, aquel hombre grueso y de torpes andares, se dirigió hacia las escaleras del cadalso. Temblaba: de frío, o de miedo, o tal vez del esfuerzo por controlar su nerviosismo. Quería, ante todo y sobre todo, mostrar dignidad en la hora de la muerte, para redimir de aquella manera su mala praxis como soberano. Sabía que estaba entrando en la Historia. La cercanía de la Hora Final ilumina de forma asombrosa las conciencias, y le había hecho ver y aceptar sus fallos. En aquellos momentos, su arrepentimiento era tan sincero que incluso le causaba dolor en le pecho.
A medida que aquel rey derrotado se acercaba a la guillotina, se hizo un silencio expectante entre la multitud. Incluso se pudo oír la voz de los ejecutores indicando al reo como debía colocarse para que la hoja cayera exactamente en su cuello. Redoble de tambores. Zas, cayó la cuchilla. El verdugo se agachó, recogió la cabeza de la cesta y la levantó para mostrarla al público.
En aquel momento, el silencio se rompió con una enorme ovación. El alarido de miles de gargantas rugió bajo el cielo plomizo, rebotó en las tejas de pizarra gris de las mansardas, rondó las orillas del Sena extendiéndose por los barrios hacia los cuatro puntos cardinales. Las iglesias echaron las campanas al vuelo. Primero las más cercanas a la Plaza, después las más apartadas, de modo que pronto la noticia se conoció en toda la ciudad. En calles y plazas, los sans-culottes se palmeaban la espalda felicitándose, las “ciudadanas” salían de sus casas secándose las manos en el delantal, las tabernas repartían vino gratis. “Liberté, Egalité, Fraternité” gritaban a voz en cuello.

La onda expansiva de aquel alarido brutal y el repique de las campanas se transmitieron igualmente sobre los sicómoros y tilos del parque, y penetraron por ventana, abierta a pesar del frío, del Palacio de las Tullerías. Al escucharlo María Antonieta, esposa del rey ejecutado, pensó con un escalofrío: “!Ya!”. Había estado rezando el rosario, apretando tanto las cuentas que se le clavaban en los dedos. ¡Que vueltas da la vida! No en vano a la diosa Fortuna la representan con una rueda en la mano y los ojos vendados. Aquella mujer de tan solo 38 años, nacida archiduquesa de Habsburgo y casada con el rey de Francia, había pasado en pocos meses de ser reina ungida y coronada del país más poderoso de Europa, a simple “ciudadana”. Y, a partir aquel aciago momento, sería escuetamente “la viuda Capeto”, prisionera. Con su frivolidad y dispendios había llevado al país a la bancarrota, y orillado a su pueblo al levantamiento armado. Era perfectamente consciente de que el odio del pueblo de dirigía directamente hacia ella, y por ello tenía la certeza que, en un día no muy lejano, sería su cabeza cortada la que el verdugo mostraría, sangrante, al pueblo enloquecido.

No se equivocaba. El 16 de octubre del mismo año, nueve meses después que su marido y en la misma Plaza, María Antonieta fue guillotinada.

Tuti Geis 



Bibliografía

A.A.V.V. “World of History” Grisewood & Dempsey Ltd,  New York, 1997
MAUROIS, André.  “Historia de Francia” Editorial Surco, Barcelona, 1973
ZWEIG, Stefan. “María Antonieta”  Editorial Juventud, Barcelona 2007

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