viernes, 20 de mayo de 2011

La señora Aurelia

 A mí esta historia no me hace gracia.

La señora Aurelia carga con las bolsas de la compra hasta la puerta del ascensor. Las deja en el suelo, bajo la parpadeante luz del fluorescente que cuelga del techo, se frota las manos sobre la chaqueta de lana para secarse el sudor y pulsa el interruptor. Nada. «Siempre me ocurre igual.» Pulsa otra vez el interruptor y el ascensor no baja. «Es siempre la misma historia.» Marcha atrás. Se aleja un paso de aquella puerta metálica y suspira. Recupera el medio metro perdido. Vuelve a la carga y esta vez lo pulsa con ligereza en repetidas ocasiones hasta que le empiezan a doler las articulaciones de los dedos. Nada sigue siendo nada. «A esperar aquí hasta que alguien me ayude.»

En la planta baja de aquel bloque de pisos hace frío. El termómetro del portal marca 12ºC. Uno se tiene que frotar las manos para mantener el calor. Además, siente molestias en las rodillas por haber cargado con aquellas bolsas. «Es el reuma.» Esto y lo que lleva en ellas. «Un quilo de mandarinas y un par de botellas de vino duelen.» Pero lo peor de esta espera es la posibilidad de toparse con la vecina del segundo. «¡Bruja! ¡Bruja!» En raras ocasiones sus encuentros no acaban en trifulcas. «No es mi culpa si es imbécil.»

Al término de las consideraciones sobre su vecina, la señora Aurelia ve con el rabillo del ojo el reloj de pared que hay encima del ascensor. «Es la una.» La una, hora de tomar las pastillas para el corazón. «Hora de tomar un Cardyl.» La entrañable anciana hurga en su bolso en busca de la cajetilla con comprimidos blancos. La encuentra en un abrir y cerrar de ojos. «Están aquí, están aquí.» Coge un comprimido con la izquierda y, con la otra mano, saca la botella de vino medio vacía que hay en una de las bolsas. «Bebí un poco para no cargar con tanto peso.» Le quita el tapón. «Es que sin líquidos no puedo ingerir pastillas.» Deposita el comprimido sobre su lengua.

Lingotazo.
Traga.
Ya te dije que esto no me hace gracia.

La luz del fluorescente se ha apagado. A la señora Aurelia le da igual, pues el Sol, a pesar del frío otoñal mesetario, ilumina la entrada del edificio como si fuera la tarima donde se representa una obra de teatro. Sólo que, en lugar de uno o varios intérpretes, el centro de atención es la señora Aurelia. «Soy la protagonista de esta historia, ¿no?» El mármol del suelo está radiante. Parece que emita luz propia. Lástima que cada día lo pise la vecina del segundo. «¡Bruja! ¡Bruja!» Bien, no quiero ser impaciente, pero ya va siendo hora de dar un paso más hacia el desenlace. «Es hora de tomar un Benazepril para la tensión.» La viejecita vuelve a hurgar en el bolso, esta vez en busca de la cajetilla con pastillas azules. Tampoco tarda en encontrarla. Se hace con un comprimido y lo aloja en su boca. «Si cierras los ojos parecen Lacasitos.» Tómese un trago. «Por supuesto.»

Lingotazo segunda parte.
La vida sobria es una mierda.

La otrora entrañable señora Aurelia comienza a dar síntomas de embriaguez. Sus piernas le pesan y siente que el pecho se le ha hundido. «Es el reuma.» Saca el monedero del bolso fijando su mirada en él mientras va tambaleándose, ora apoyándose con el pie izquierdo, ora con el derecho, aplastándolos con su cuerpo, que ahora es un tonel. Encuentra una foto. «Es mi hijo.» Aguanta la fotografía con dedos temblorosos y clava su vista en ella. «No me llama nunca a pesar de haberle dado mi riñón cuando tuvo aquel accidente de tráfico.»

Se oye un portazo en algún lugar del edificio. La octogenaria ni se da cuenta.

Pero la acción, por otros motivos, avanza: la abuela, con indicios de inquietud, rebusca en el bolsillo izquierdo de la chaqueta de lana hasta dar con el teléfono móvil. «Voy a llamar a mi hijo.» ¿Por qué, señora Aurelia? «Le exigiré que me devuelva mi riñón.» Eso no es algo que se pueda hacer fácilmente, ¿lo sabe? «¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¡Mi hijo es un hijo de puta!»

Se encienden las luces. La casi nonagenaria lo nota, pero no le da importancia.

El teléfono se le escurre de entre los dedos debido a la conjunción de nerviosismo y artritis y cae sobre el brillante mármol, provocando un crujido en el interior del móvil. «Algo se ha roto.» Al agacharse a recogerlo, observa que justo a su derecha, detrás de un cactus que decora la sala, están las escaleras. «Ah, que estaban aquí.» Están, están. «Da igual, ahora voy demasiado borracha para subir por ellas.» La luz fluorescente enfría la entrada del edificio, pareciendo así una sala de interrogatorios. «Esto es como una cárcel.» Dígame, señora Aurelia, ¿cuál es la diferencia entre una cárcel y un bloque de pisos? «Que los mendigos no se mean en el portal de la cárcel.» ¿Alguna más? «Sí, que las celdas tienen más metros cuadrados que las habitaciones de un piso.» Muy bien, señora Aurelia: se merece un trago. «Lo que usted diga, señor narrador.» Oh, tutéeme, por favor, que aún soy joven. «Como comprenderá, a estas alturas no puedo cambiar mis hábitos nacionalcatólicos.»

Lingotazo. «A su salud, señor narrador.»
Entre Ibuprofeno, Valium y Voltarén, ¿qué elige usted? «Ante la duda, todo.»
Otro lingotazo.
La vida ebria es una noria.
Ríete lo que quieras, pero esta mujer podría ser tu abuela.

Ahora que la anciana va totalmente embriagada de vino y colocada de fármacos y oye pasos que golpean con fuerza las escaleras y la luz del Sol se retira y ella se carcajea histérica, me gustaría que contara a los lectores cómo murió su marido. «No quiero.»

¿Le suenan esos pasos, señora Aurelia? «¡Bruja! ¡Bruja!»

Un apunte: debo reconocer, señora Aurelia, que a pesar de haber visto pocas veces a la vecina del segundo, me siento abrumado por sus caderas. «Caderas de zorra.»

Insisto: cuéntenos aquella vez que su marido fue atropellado por un tranvía, va. «Fue el Trambaix.» Díganos cómo ocurrió. «Era daltónico y un poco sordo y cruzó los raíles con el semáforo en rojo.»

Ahora, las pulsaciones de la señora Aurelia se aceleran y se lleva las manos al corazón, y lo escucha, e hiperventila, y el frío de aquel portal se atenúa por el alcohol, y su risa se congela, y la vecina del segundo se planta en sus narices, con la frente arrugada y el rictus feroz, y su cara enrojecida anuncia una agresión, verbal o física, pero agresión. «Puta.» Será una puta, pero con esta expresión facial se parece al diablo.

La vecina del segundo al habla:

-Qué –grita enfurecida-, ¿otra vez emborrachándose aquí abajo con la excusa de que el ascensor no funciona? -hace una pausa para tomar aire y sigue-: ¿Cuántas veces tendré que repetirle que este es el botón del ascensor y esto otro -señalando lo que la señora Aurelia ha estado pulsando sin éxito- es el interruptor de la luz?

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