miércoles, 9 de febrero de 2011

Entra el hombre de Arena

- ...Tuyo es, mío no.
Y con el final del “Jesusito de mi vida” ha empezado la noche de Jack.

Ya ha rezado por todos. Por Mamá, por Papá y por lo abuelitos. Hasta ha rezado por Socks, su perro, aunque estuvo pensado hasta el último momento si se lo merece, porque por la mañana había mordido su coche de juguete favorito, dejando la marca de un colmillo justo en el centro del capó. Pero Socks es su mejor amigo. Así que al final también ha rezado por él.

Mamá se agacha para besarle la frente, como hace todas las noches, para luego arroparle con el nórdico y taparle hasta el cuello. Afuera hacía frío. Más de lo normal. El invierno está siendo muy duro este año. Pero no es por frío por lo que Jack está tiritando. Y tampoco es por frío por lo que no quiere tener ninguna parte de su cuerpo fuera de la protección ofrecida por la manta. Nota algo. No sabe qué. Sólo sabe que tiene miedo. Y eso le hace tiritar.

Mamá lo ve. Le pone la mano en la pequeña frente para comprobar si tiene fiebre. - No. Sólo es que las sábanas están frías. – piensa para sí misma. Se da la vuelta en dirección a la puerta, haciendo una pequeña pausa a mitad de camino para accionar el cuadro de mando que controla la temperatura de la habitación, para darle un poquito más de calor a la heladora noche.

- Buenas noches Jack. Qué sueñes con bonitos muñecos de nieve.- le dice mamá con voz suave mientras cierra la puerta y apaga la luz. Aunque justo antes de que la cierre del todo vuelve a meter la cabeza en la habitación. – Y recuerda que el hombre de arena no existe...

La puerta se cierra con un gruñido de los goznes. La luz se va. Llega la noche.

Al principio la oscuridad es total, pero las pupilas de Jack se van dilatando lo suficiente para adaptarse a la nueva situación. Poco a poco empieza a ver de nuevo. Por la ventana entra, aunque muy amortiguada por la persiana a medio bajar y las cortinas, la luz azulada de la Luna. No es ni lo suficientemente intensa como para iluminar su habitación, ni lo suficientemente escasa como para dejarla totalmente a oscuras. Es esa penumbra que engaña a los sentidos, que magnifica las sombras, que altera la forma de los objetos, pero que a cambio de manipular la realidad, nos permite ver cosas que no son de este mundo. La lástima es que esta nueva visión no le ofrece a Jack más seguridad. Al contrario. Lo asusta aún muchísimo más. Él sigue bocarriba, con todo su cuerpo metido bajo el nórdico con el estampado de Buzz Lightyear, con la única excepción de la cabeza. Está tal como lo ha dejado mamá. Inmóvil. Con los brazos cruzados sobre su pecho, no vaya a ser que uno de ellos caiga por el lateral de la cama y le dé la oportunidad a la bestia que seguro hay debajo de su cama, de cogerlo y arrastrarlo al mundo infecto donde quiera que viviera esa criatura inmunda.

De repente un crujido en el suelo. Un ruido muy bajito, pero que se escucha con toda claridad en el silencio de la habitación. Papá le ha explicado muchas veces que las casas de madera crujen, algo del frío y del calor que no acaba de entender muy bien, y que es normal. Pero en ese momento Jack es incapaz de recordarlo, y de hecho, no es el típico crujido. Se parece a unos pasos sobre el suelo de la habitación. Como un resorte da una vuelta sobre su eje, quedando bocabajo, aplasta la cara contra la almohada buscando una falsa seguridad. Unos segundos después, o minutos, u horas, Jack no sabe cuánto tiempo ha pasado en esa posición, con los sentidos a mil por hora por si nota algo, se da la vuelta. Poco a poco. Con sólo un ojo abierto, intentado mirar de refilón para saber si hay algo, o peor, alguien, que se lo pueda llevar a esa tierra de “nunca jamás”, mientras el otro ojo continua cerrado, porque en realidad no quiere ver lo que le puede venir encima. Instintivamente, en su giro arrastra a la almohada y la rodea totalmente con sus pequeños brazos, con tal fuerza que hace que el cojín ocupe la mitad de su volumen natural. Y ahí se queda. Con un ojo abierto y otro cerrado. Atento a cada sombra, a cada ruido, a cada movimiento del aire, pensando en horribles criaturas que muerden, vuelan y escupen fuego por la boca. Por la cabeza le cruza la idea de salir corriendo y llegar hasta la habitación de Papá y Mamá, asumiendo el riesgo de que se enfaden con él porque le hayan dicho mil veces que es mayor y que ya tiene que dormir solo. En ese momento está dispuesto a aceptar mil broncas de los papás, pero a lo que no está dispuesto es a abandonar la protección de Buzz y de la almohada. Por lo que se queda ahí. Esperando a que pase algo.

Vuelven a pasar segundos, minutos u horas. La percepción del paso del tiempo hace rato que ha desaparecido. Y sigue ahí, sin oír nada, ni ver nada, ni sentir nada. En un acto de fortaleza extrema, abre los dos ojos, para comprobar que no hay nada ni nadie, intentar tranquilizarse un poco y procurar dormirse. Y en ese momento, al mirar a la otra punta de la habitación, lo ve. La puerta del armario esté abierta. Jack no la recuerda abierta. Seguro que la dejó cerrada. Mamá no soporta que deje la puerta del armario abierta. Sólo puede pensar que hay algo dentro, o más bien, había algo, porque no ve que haya nada en el armario, aunque en realidad, la penumbra no le permite ver con claridad. Pero el hecho es que la puerta está incomprensiblemente abierta.

Se asusta aún más. Vuelve a empotrarse en la almohada. Cierra los ojos. Y empieza a entonar de nuevo el “Jesusito de mi vida” suplicándole a ese niño como él, que el tormento le dure poco.

Otra vez ese crujido del suelo. Más alto. Más cerca. Ya viene. No hay confusión posible; son pasos…

– Jesusito de mi vida, eres niño como yo...

A la mañana siguiente Mamá entra en la habitación, enciende la luz y se acerca a Jack, que tiene agarrada la almohada con todas sus fuerzas. Le da un beso en la frente, como todas las mañanas y acercándose al oído le dice: - Es hora de levantarse, mi pequeño guerrero.

Jack se despierta, se estira dentro del nórdico de Buzz Lightyear y se empieza a rascar los ojos con los puños cerrados. Son esas legañas que se le quedan enganchadas todas las mañanas en los párpados y que él cree que es “la tarjeta de visita” que le deja el hombre de arena, esa historia de miedo que alguien le ha explicado en el colegio. Pero cuando Mamá se da la vuelta para coger la ropa del día, se fija en que hay un reguero de arena que va desde el cabezal de la cama hasta el armario, que tiene la puerta incomprensiblemente abierta.

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